domingo, 22 de enero de 2012

¿Sólo una crisis económica?

Sin duda es una de las palabras más repetidas, en las conversaciones cotidianas, en los medios de comuniación, en los ámbitos académicos: la crisis económica. Sus orígenes, que ahora todos aseguran que conocían, pero no evitaron;  sus impactos, que cada vez resultan más evidentes y más denigrantes de la dignidad de las personas; y sus soluciones, que tantos proponen, pero casi nadie atina.
Se habla de crisis de liquidez, de crisis bancaria, de crisis hipotecaria, de crisis de confianza, y un largo etcétera. ¿Pero cuál es realmente el origen de esta crisis? ¿por qué lo que hace únicamente un par de años eran bienes sólidos ahora no lo son? ¿por qué quien era válido, ahora no cuenta?
Mientras no identifiquemos el origen de la crisis, creo que será difícil salir de ella.  A mi modo de ver, esta crisis es más antropológica que económica. Lo que ha dado lugar a la situación actual me parece que puede resumirse en tres puntos:

1. Admitir que las cosas valen distinto a lo que realmente valen. En resumen, dar prioridad a la especulación (qué estamos dispuestos a pagar por algo), sobre la verdad de los bienes. Una vivienda vale lo que cuesta el suelo, los materiales y el trabajo que permite construirla. Cuando se convierte en un valor especulativo, entonces la economía inmobiliaria se hace completamente irreal y, lo que es peor, inmoral, ya que emplea un recurso de primera necesidad en un bien con el que se transacciona para el enriquecimiento personal, cargando una losa inasumible sobre muchas personas que solo buscan un lugar digno donde alojarse.
2. Desligar la economía de las virtudes. Lo que ahora llaman confianza en la economía, no es ni más ni menos que una recuperación de la honradez. La confianza es consecuencia de un corportamiento honesto. Confiamos en quien sabemos que no va a engañarnos. Eso requiere que todos empecemos a tomarnos más en serio que la palabra dada, que la verdad por delante son valores imprescindibles para la transacción económica. Eso vale para relaciones entre particulares, como para las relaciones entre ciudadanos y estado. Creo que deberíamos aprender de las sociedades que consideran que lo público es de todos, no algo de lo que todos puedan abusar. No parece lógico tolerar que alguién cercano se vanaglorie de haber engañado al fisco, simplemente porque nos está engañando a todos. La medicina, la educación, las carreteras, las pensiones, el desempleo cuestan lo que cuestan: si las pagamos  entre 5 nos será más viable que si lo hacemos entre 2. ¿Cuántas veces, por ejemplo, hemos pagado un servicio doméstico sin factura? ¿Cuántas buscamos subterfugios para violar una norma que puede perjudicarnos, aunque sabemos que es perfectamente razonable? Fruto de un drástico cambio en la moral individual, vendrá una estricta exigencia a quienes nos representan de que gestionen lo público con la escrupulosa honradez. Necesitamos gobernantes honestos y competentes. Cada cosa por separado es importante, pero no soluciona el problema. Como nos recordaba Benedicto XVI, en su encíclica Caritas in veritate: "El desarrollo es imposible sin hombres rectos, sin operadores económicos y agentes políticos que sientan fuertemente en su conciencia la llamada al bien común. Se necesita tanto la preparación profesional como la coherencia moral" (n. 71).
3. Poner al hombre en el centro de la economía. Si el objeto de la economía es el enriquecimiento desaforado, todo vale. Si, por el contrario, la economía está para servir a las necesidades de las personas, proveyéndolas de lo que necesitan para llevar una vida digna. Tenemos que poner al ser humano en el centro de la economía. En cualquier compra o venta que hagamos, igual deberíamos tener como máxima principal que lo importante no es que tengamos más, sino que seamos más felices. Los bienes materiales facilitan sólo una parte de esa felicidad. Estoy convencido de que esta crisis se solucionará con un mayor recurso a la solidaridad, no al individualismo. Si tratamos cada uno de saltar del barco, de asegurarnos un salvavidas individual, el barco seguirá hundiéndose. Por el contrario, si el convencimiento de que están las cosas mal nos lleva a convencernos que todos necesitamos de todos, estaremos más cerca de reflotar ese barco. Si me congelan el sueldo, trabajo menos, pero si pienso que hay muchas personas que no tienen trabajo, intentaré hacerlo mejor, procurando buscar nuevas oportunidades que permitan contratar a otros. De la misma forma, los que estudian, pueden aprovechar mejor las clases para conseguir una formación más honda; quien está jubilado, puede ayudar quizá en tareas de voluntariado... todos podemos hacer algo más. Como nos recordaba Juan Pablo II, la solidaridad "no es un sentimiento de vaga compasión o de superficial enternecimiento por los males de tantas personas, cercanas o lejanas. Al contrario, es la determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común; es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos". La solidaridad nos hará más fuertes, porque seremos más, con más ingenio, para solucionar los problemas.

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