domingo, 27 de abril de 2014

La Iglesia de los Papas Santos

 Los católicos estamos convencidos que la Iglesia es mucho más que lo que vemos. Personas que no entienden bien la Iglesia tienden a pensar que es simplemente una estructura humana donde es difícil encontrar los principios del Evangelio. Una sociedad formada por personas que muchas veces no han mostrado bien el verdadero rostro de Jesús, que no han llevado vidas ejemplares. Ciertamente en la historia de la Iglesia ha habido periodos oscuros, donde incluso los principales líderes de la Iglesia han evidenciado carencias humanas, comportamientos poco consecuentes con las palabras de Jesús. Un análisis más profundo del pasado también debería considerar los millones de personas que han sido mejores personas gracias a su Fe, más entregados a los demás, más justos, más honestos, más felices... Los ejemplos nefastos han sido y son noticia porque son una inmensa minoría. No es noticia que un mafioso cometa atrocidades, sí lo que es que sea un sacerdote u obispo lo haga, y nos resulta escandaloso ciertamente, pero no puede juzgarse a millones de personas por la conducta de unos cientos.
En la historia de la Iglesia encontramos periodos donde ni siquiera los Papas mantenían una conducta ejemplar, particularmente en el periodo previo a la Ruptura protestante, lo que ciertamente fue una de las causas del cisma que aún separa a millones de cristianos. En un libro que recogía la correspondencia epistolar entre Ronald Knox, un católico converso inglés, y Arnold Lunn, intelectual protestante amigo suyo que finalmente acabó también siendo recibido en la Iglesia Católica, comentaba el primero que no deberíamos escandalizarnos de esas conductas inmorales, pues la Iglesia no es sólo para los perfectos, sino para quienes tenemos defectos."Desde hace bastante tiempo pienso que la diferencia real entre la visión católica y protestante del cristianismo es que mientras nosotros pensamos que la Iglesia es una especie de cajón de sastre, con buenas y malas prendas, con gente que se salvará junto a otros que no, los protestantes siempre piensan que la Iglesia es una asamblea de elegidos. No sé bien cómo un cristiano puede conjuntar esa visión con las parábolas del Señor (…) A mi me parece que una de las razones por las que el Señor eligió a Judas como apóstol fue porque quería prepararnos, desde el principio, contra cualquier posible escándalo de nuestras conciencias. Si Judas puede considerarse como un apóstol de Cristo, no veo por qué Alejandro VI (uno de los Papas menso ejemplares) no puede ser su vicario".
Me sirve estos párrafos de introducción -quizá excesivamente larga- a la gran fiesta que celebramos hoy los católicos, con la canonización de dos Papas ciertamente muy ejemplares y muy cercanos a nosotros. Curiosamente, son ahora mayores las críticas a la Iglesia cuando es difícil encontrar otra época en donde hayamos tenido una sucesión tan continuada de Papas excepcionales (también incluyo aquí a Benedicto XVI y a Francisco), por sus dotes personales, por su cercanía a una vida radicalmente evangélica. Se sigue viviendo de tópicos del pasado -casi siempre mal documentados- y no se aprecía el rastro de bien, verdad y amor que han sembrado quienes han liderado la Iglesia en las últimas décadas. San Juan Pablo II y San Juan XXIII movieron el mundo, movieron la Iglesia también, hacia un lugar más digno del ser humano y del resto de las criaturas, supieron defender a los más débiles, clamar por la paz, estar al lado de quienes sufren, sufrir ellos mismos con un sentido más hondo, darse a todos. 

domingo, 20 de abril de 2014

¿A quién buscas?

Celebramos hoy los cristianos la fiesta más importante de nuestro calendario: la Resurrección de Jesús. Iniciamos a su vez el tiempo de Pascua, en el que nos gozaremos especialmente con este hecho, que como indica San Pablo, es el fundamento de nuestra Fe.
Entre los pasajes del Evangelio que meditaremos en estos días de Pascua me resulta especialmente entrañable el que recoge San Juan entre las primeras apariciones de Jesús resucitado. Nos cuenta la visita que hace María Magdalena al sepulcro, de madrugada, su sorpresa al encontrar la piedra removida y su recurso a San Pedro y San Juan para que verificaran lo que había ocurrido. Ambos corren hasta el sepulcro y observan "las vendas en el suelo, el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte".  Debio de estar colocado de tal manera que esa simple vista del vacío les llevó a creer en la Resurrección (cfr S.Juan 20:9), tal vez por la forma en que estaban dispuestas esas telas que envolvieron el cuerpo de Cristo muerto. Sigue relatando el Evangelio que ambos volvieron a casa, pero María se quedó junto al sepulcro llorando. Allí dialoga con unos ángeles que la consuelan, todavía convencida que habían robado el cuerpo de Jesús ("se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto"), para finalmente ver a Jesús, al inicio sin reconocerle, "pensando que era el encargado del huerto", y repetirle la misma petición: "Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo me lo llevaré." Jesús, que sabía muy bien quién era y por qué estaba allí, le dijo unas palabras que me parecen resumen lo esencial de la fiesta que hoy celebramos: "Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?" (S. Juan, 20: 15). También a nosotros, al cabo de los siglos, nos hace Jesús esas mismas preguntas, ¿por qué lloramos? y ¿a quién buscamos? Ambas van de la mano, llorar, sufrir, sentir el abandono, el vacío, va de la mano de plantearnos hondamente a quién buscamos. ¿Cuál es nuestra meta última? ¿Cuál es la base de nuestra felicidad? ¿Sobre qué/quién asentamos el sentido de nuestra vida? La vida es una continua búsqueda, un viaje  en medio del claroscuro, no tenemos la certeza, pero no podemos perder la esperanza. Si pasamos nuestra vida buscando una meta equivocada, de poco habrá servido el afán. Sólo buscando aquello (más bien Aquel) que llene completamente nuestra vida, el esfuerzo no habrá sido en valde: ¿a quién buscas?

domingo, 13 de abril de 2014

No es bueno que el hombre esté solo

Me comentaba ayer un amigo su sorpresa ante una cifra que había leído en la prensa: en España existen más de 4 millones de personas que viven solos. A mi modo de ver, esta multitud de hombres y mujeres aislados denota una enfermedad social que tal vez no alcancemos todavía a valorar en su justa medida. Que una persona viva sola puede ser consecuencia de muchas cosas, ciertamente. Puede tratarse de una situación temporal, por ejemplo porque trabaja eventualmente en una ciudad distinta a donde reside, o permanente. En este segundo caso, a su vez, puede ser fruto de distintas situaciones: alguien que nunca se casó, que está divorciado o que ha enviudado, y que decide -o así se lo imponen las circunstancias- vivir solo.
¿Qué problema tiene la soledad? Ciertamente todos los seres humanos necesitamos momentos de reflexión, de intimidad, donde solo dialoguemos con nosotros mismos (o con Dios, que está muy cerca si somos capaces de apreciarlo). Pero no podemos olvidar que somos, por naturaleza, seres sociables: estamos hechos para estar con los demás. En un libro que leí recientemente sobre evolución humana se mostraba el papel trascendental que había tenido en nuestro desarrollo biológico la cooperación social: en pocas palabras, nuestros antepasados no hubieran progresado individualmente, no seríamos la especie más capaz intelectual y técnicamente, sin el concurso de un grupo social cohesionado. Un grupo que permite mantener a los menos "aptos" en la lucha por la vida (los niños, los ancianos), que garantiza la transmisión intergeneracional del progreso, incorporando a los más jóvenes el conocimiento de los más ancianos.
Vivir en soledad puede ser fruto de las circunstancias o quizá de una elección egoísta ("me lo monto como me plazca"), de una concepción negativa de los demás ("más vale solo que mal acompañado"), o de un cierto autismo social ("que paren el mundo que me quiero bajar"). Pero no podemos olvidar que antes o después necesitaremos el auxilio de los demás: ya sea en la atención médica, en el apoyo sicológico o espìritual. Me parece muy importante recordar que todos necesitamos de alguien que una relación recíproca, atender y ser atendido, escuchar y ser escuchado, dar y recibir. Aunque menos relevantes, pero también es importante considerar otros aspectos, como el mayor coste de casi todos los servicios cuando son solo para una persona (vivienda, energía, agua, etc.).
Por todo ello, me parece que conviene recordar la frase de la Biblia que me ha servido para titular esta entrada: "No es bueno que el hombre esté solo" (Gen 2:18). La respuesta de Dios a la soledad del hombre es crear alguien de su misma especie, igual pero complementario, la mujer. Quien vive solo, puede considerar que hay muchas personas a nuestro alrededor que compensan el esfuerzo de salir de nosotros mismos. Sea o no elegida esa situación, puede complementarse abriéndonos a las personas de nuestro entorno familiar o profesional, dedicando tiempo a nuestros amigos, inviritiendo nuestras energías en ayudar a tantas personas que nos necesitan y a las que -quizá sin darnos cuenta- necesitamos. Salvando las distancias, me parece que viene bien recordar aquí una frase que leí hace años a Juan Pablo II hablando del sacerdocio, un ejemplo nítido de soledad elegida, pero que no se cierra en sí misma, porque el sacerdote: "es un hombre que está solo para que los demás no lo estén".

domingo, 6 de abril de 2014

Rayar la cancha

Hace años, durante una visita de trabajo al Sur de Chile, conversaba con unos forestales sobre una serie de cuestiones que se suscitaban en la gestión de la madera en la región. Uno de ellos comentó algo así como: "Bueno, en primer lugar vamos a rayar la cancha para ver dónde estamos". Me hizo gracia la expresión, muy futbolística, pues para jugar al fútbol (o a cualquier otro deporte) es preciso saber cuáles son los límites de la zona de juego.
Pensaba en esta idea hace poco cuando hablaba con unos amigos sobre la moral cristiana. Con frecuencia, se considera que los principios morales son como las líneas de la cancha de fútbol, que indican los límites donde uno puede jugar: en definitiva los umbrales de lo que está bien y está mal. Si el partido de fútbol es coloquial, se juega en un campo abierto, por lo que hay que pintar primero las líneas ("rayar la cancha"). En la moral, cada uno juega en su propio campo, y pone los límites morales donde estima oportuno, aunque existe una entidad de referencia (el Magisterio de la Iglesia en el caso de la moral, la Federación de Fútbol en el caso del balompie) que nos indica qué limites son razonables y cuáles no. Podemos hacer la cancha más grande o más pequeña, pero al final es uno mismo el que sabe si los límites son los "reglamentarios", o en el fondo nos estamos engañando a nosotros mismos moviéndolos. Una moral autónoma en el fondo se acerca mucho al auto-engaño, aunque naturalmente cualquier moral tiene que ser propia, la vivimos nosotros, como fruto de nuestra libertad; de otro modo, no habría decisiones morales.
No puedo terminar este simil futbolístico, sin indicar que la moral no es en realidad una cuestión de límites, de la misma forma que la meta del futbolista no es conseguir que la pelota esté dentro de la línea de juego, sino jugar bien, marcar goles o defenderlos. La moral implica el ejercicio de las virtudes: como conseguimos ser mejores, y no la delimitación de los umbrales: como no caer en pecado. Con demasiada frecuencia en el pasado este segundo aspecto ha sido excesivamente protagonista, y  cuando se pierde la perspectiva de la moral como vida plena, como la forma mejor de ser feliz, acaba convirtiéndose en puro fariseismo: se puede o no se puede hacer esto o lo otro, interpretando -casi siempre benignamente para uno y estrechamente para los demás- unos principios morales que solo son referencia, pero no meta. La meta, para un cristiano al menos, está muy clara: vivir la vida de Jesucristo, vivir como El, parecernos a El.