lunes, 28 de julio de 2014

¿Podemos crear mentes artificiales?

Acabo de regresar de un curso de verano donde hemos tratado distintas cuestiones de ética ambiental. En una mesa redonda en donde se debatía sobre los animales tienen o no derechos y en qué sentido se aplica esta atribución, uno de los ponentes trazaba la línea del objeto moral en todos aquellos seres vivos capaces de sentir, esto es los que tienen el sistema desarrollado suficientemente desarrollado como para experimentar dolor o placer. Según este ponente, los animales sintientes merecen consideración moral y por tanto, en sentido amplio, tienen derecho a recibir un trato similar al que damos a los seres humanos. No voy ahora a comentar esta posición, sino una de las preguntas que se hicieron a continuación de las intervenciones: si los límites de la moral se marcan por la capacidad de sufrir, ¿en el futuro también las máquinas cibernéticas (llámanse robots, androides o replicantes, como más nos guste) tendrán esa capacidad y por tanto serán objeto de consideración moral?
Sinceramente me pareció un tanto grotesca esta posibilidad, y de entrada me pareció un buen ejemplo de lo que los clásicos denominaban argumentos “por reducción al absurdo”: si existe la posibilidad de que una máquina tenga consideración moral (esto es merecedora de deberes éticos por nuestra parte) en caso de que consigamos construir una que sienta dolor o placer, entonces es que hemos puesto la frontera de la moral en una línea equivocada.
No voy a entrar ahora a comentar mi posición sobre la consideración que merecen los animales, sin duda mucho más generosa de lo que hemos mostrado tras la revolución industrial, sino más bien a centrarme sobre qué esperamos que produzca el vertiginoso desarrollo de la tecnología en las próximas décadas: máquinas que hagan todo tipo de labores mecánicas (esto parece muy probable), con inmensa capacidad de análisis de información muy variada (también), con el suficiente conocimiento estructural para traducir fluidamente entre distintos idiomas (casi, casi ya está), con posibilidades  de predicción certera de acontecimientos futuros (caliente, caliente…)… pero ¿seremos capaces de hacer máquinas que realmente piensen, que reflexionen, que se auto-reconozcan, que tengan memorias propias (de su actividad), que sean capaces de experimentar alegría o tristeza?
No sé lo suficiente de tecnología para predecir hasta donde llegará el progreso cibernético, pero se me hace muy poco probable y, sobre todo, muy poco deseable que lleguemos a crear seres humanos sintéticos. Al igual que aplicamos el principio de precaución para tomar con mucha cautela los avances de la tecnología en la solución de los problemas energéticos (energía nuclear), alimenticios (transgénicos), médicos (clonación humana, investigación con embriones…), me parece muy relevante que reflexionemos sobre el tipo de mundo que se crearía si esa dirección de desarrollo llegara a consolidarse. No me parece un buen camino para hacer más felices las sociedades que vivimos, siguen sin arreglar –quizá los enturbien mucho más- los más acuciantes problemas humanos.  Esa búsqueda del superhombre tecnológico tiene un cierto tufillo de ideología eugenésica de inicios del s. XX, de tan nefasta memoria. Los seres humanos aunque tenemos capacidades inmensas somos limitados, y es bueno que lo seamos porque eso nos ayuda a ser dependientes, relacionales: sin “los demás”, no habríamos llegado muy lejos.
La tecnología, a mi modo de ver, sirve a las necesidades humanas, pero no es un fin. La revolución ambiental que tantos pensadores preconizan pasa por volver a nuestras raíces más profundas, que son naturales, y el equilibrio ecológico pasa, como la propia raíz del término indica, por cuida nuestra propia casa, por respetar la ecología humana, por escuchar a nuestra propia naturaleza. Me parece que estamos otra vez intentando jugar al "seréis como dioses", tan antiguo como la propia humanidad, alterando lo que naturalmente hemos recibido, asumiendo que somos capaces de hacer un mejor diseño que el del mismo Creador

domingo, 13 de julio de 2014

Una revolución cultural

Conversaba el pasado viernes con uno de los últimos autores que hemos incorporado a la editorial que estoy promoviendo. En poco tiempo, hemos pasado de la relación formal autor-editor, a la de amigos, que es mucho más humana y más enriquecedora. Hablabamos de las raíces del problema educativo en España, de la baja calidad de la docencia, del escaso interés de los estudiantes, y a veces de sus familias, del bajón de contenidos y de la incompetencia de nuestra clase política para tomar medidas eficaces que contribuyan a aliviarlo. Como es más fácil buscar responsables en los demás que en nosotros mismos, pensábamos también en qué podíamos hacer para que ese estado de cosas comenzar a cambiar.
Ciertamente en la emergencia educativa actual hay causas que poco tienen que ver con la legislación, y son más bien, a mi modo de ver, las más hondas y en las que todos podemos hacer algo por remediar. En mi opinión la más importante es precisamente la crisis de valores y de virtudes que afecta a nuestra sociedad. Educar es transmitir valores y enseñar virtudes, o mejor aún hacer amable la virtud. Los valores son postulados ideológicos que fundamentan una sociedad: qué es bueno y qué es malo. Las virtudes son la capacidad real de hacer el bien o el mal, o dicho de otra forma la consistencia para vivir de acuerdo a los valores que se preconizan.
Sin duda la educación debe incluir como elemento fundamental la transmisión del conocimiento a las generaciones más jóvenes, pero en mi opinión esa labor sería muy parcial sino somos capaces de transmitirles nuestros más excelsos valores: la calidad de una sociedad es la calidad de las metas que desea: una sociedad que sólo se afana por el enriquecimiento económico poco tiene que transmitir. El respeto a toda vida  de todas las criaturas, en primer lugar de las humanas, la generosidad, el trabajo bien hecho, la solidaridad con quien nos necesita, la búsqueda de la verdad, la alegría ante el milagro de lo cotidiano y tantas cosas que hacen que nuestra vida tenga sentido.
Eso requiere algo más que un cambio de legislación: es un cambio de mentalidad, una verdadera revolución cultural, muy lejos naturalmente del triste periodo chino que utilizó esta expresión. Una revolución basada en el diálogo entre personas que puedan pensar distinto pero que necesitan anclar lo que piensan en raíces sólidas. Un diálogo que se base en el conocimiento mutuo, más allá de los tópicos, de los prejuicios que cierran cualquier intercambio de ideas. Ese es el objetivo de la editorial que estamos promoviendo. ¿Te animas a colaborar con el proyecto?

domingo, 6 de julio de 2014

Ciudadanos de primera

Como si se tratara de un mantra oriental, que a base de repetirlo puede convencer hasta al más indiferente, con ocasión y sin ella, los partidarios de que los católicos volvamos a las catacumbras citan para arrinconar nuestra ciudadanía que vivimos en un "estado laico" y que, en consecuencia, cualquier manifestación de lo religioso debería estar aislado de la vida social. De poco sirve recordarles que España no es un estado laico, sino "no confesional", tal y como indica nuestra Constitución (art. 16, n. 3): "Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuentalas creencias religiosas de la sociedadespañola y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones".
Algunos aficionados al derecho siguen identificando la no confesionalidad de nuestro país con un supuesto carácter laico, naturalmente en el sentido que ellos lo interpretan, esto es como un estado que evita cualquier manifestación religiosa. Lo que dice la Constitución es más bien lo contrario; reconoce que existen unas creencias en la sociedad española, ancladas en su tradición histórica, que hacen conveniente tener unas relaciones especiales con quien mejor las representa: la Iglesia católica. Por la misma razón que la televisión estatal dedica mucho más tiempo al fútbol que al paddle, por poner un ejemplo, puesto que el fútbol es el deporte que más interesa a la gente, por la misma razón el Estado pone más atención en las creencias que más representadas están en la sociedad española: un argumento limpiamente democrático. Quienes intentan eliminar cualquier presencia social de lo religioso son tan demócratas como quienes intentan eliminar a los partidos políticos, los sindicatos o los periódicos que no les gustan, y quienes callan los argumentos racionales que los católicos presentamos en tantos temas de interés social (matrimonio, defensa de la vida, familia, derechos laborales, conservación de la naturaleza, etc.) son tan racionales como los que convierten un debate de ideas en una cuestión personal: en lugar de responder con argumentos, se desprecia a la persona por ser quien es (esto los clásicos le llamaban argumento "ad hominem", que la wikipedia define como a un tipo de falacia que consiste en dar por sentada la falsedad de una afirmación tomando como argumento quién es el emisor de ésta).
Sobre estos y otros temas relacionados con la libertad de los católicos en la vida pública se centra el libro que acaba de editar el profesor Andrés Ollero, ahora miembro del tribunal constitucional. El ensayo se denomina Laicismo: Sociedad neutralizada, y está en el marco de la colección que la editorial  Digital Reasons está promoviendo para aportar argumentos de peso sobre los grandes temas de controversia social. Muy recomendable.