domingo, 31 de agosto de 2014

Manifiesto por la libertad religiosa

Las tremendas noticias que nos llegan todos los días de Siria e Iraq, donde los cristianos -y otras minorías religiosas- son asesinados o expulsados a causa de su Fe, ponen en primera página una tremenda consecuencia del fanatismo religioso, donde unos locos se consideran investidos de la voluntad divina para masacrar a quienes no piensan como ellos. "Nunca se puede matar en nombre de Dios", repetía una vez más el Papa Francisco, siguiendo el eco de Benedicto XVI y Juan Pablo II, y  tantos otros Papas a lo largo de la Historia reciente. Ante la atrocidad de lo que vemos en los medios de comunicación, salta la pregunta de quién puede considerarse enviado de Dios para hacer esas barbaridades. ¿No es Dios todopoderoso para acabar con sus enemigos? ¿Quién osa interpretar la voluntad de Dios para cometer crímenes? ¿No han leído que el segundo mandamiento de la Ley de Dios es: "No tomarás el nombre de Dios en vano"?
Meriam Ibrahim tras su liberación con el Papa Francisco
La noticias saltan en el próximo Oriente, pero la persecución religiosa, principalmente de los cristianos, se produce en otros muchos lugares: Nigeria, Corea del Norte, China, Paquistán, Vietnam y un largo etcétera. Los cristianos han sido perseguidos desde el s. I y lo siguen siendo, en cantidades inmensas, en el actual. Pero necesitamos hacer algo al respecto, al menos levantar nuestra voz, decirle al mundo que esta barbarie tiene que terminar, que nadie puede ser perseguido a causa de sus creencias. Dice el artículo 18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos: Toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; este derecho incluye la libertad de cambiar de religión o de creencia, así como la libertad de manifestar su religión o su creencia, individual y colectivamente, tanto en público como en privado, por la enseñanza, la práctica, el culto y la observancia. Desgraciadamente este artículo no se respeta en los países que he citado, donde ser cristiano se paga con la exclusión social, donde convertirse al cristianismo -particularmente en los países islámicos- puede poner en peligro la vida. Acabamos de verlo con Meriam Ibrahim, la joven madre sudanesa condenada a flagelación y muerte por convertirse al cristianismo (afortunadamente ahora libre por las presiones internacionales), o es el caso de Asia Bibi, cristiana paquistaní que lleva varios años en la cárcel por declarar su Fe en Jesús. Lo mismo podemos decir de los obispos católicos condenados a la carcel o al ostracismo en Corea del Norte o China, de las niñas cristianas secuestradas en Nigeria, y de tanto dolor y sufrimiento de nuestros hermanos en la Fe.
Estas barbaridades tienen que terminar. No podemos seguir consistiendo que países que forman parte de NN.UU. y han firmado la Declaración, sigan haciendo burla de ella con sus leyes que denigran, excluyen o persiguen a quien honestamente tiene unas determinadas convicciones. No hay ninguna libertad que se llame con ese nombre si no incluye la libertad de sostener las propias creencias.,

domingo, 24 de agosto de 2014

La libertad del cristiano (y III)

Si Dios quiso correr el riesgo de nuestra libertad, aun costándole su propia vida, es obvio que Dios quiere que le tratemos libremente, quiere contar con nuestras pequeñas fuerzas para agradarle, quiere que pongamos algo, siquiera un poco, de nuestra parte. El trato con Dios debería emanar de una libertad íntima, de un amor libre, que no responde a ninguna presión externa. Tal vez uno de los mejores resúmenes de la vida cristiana venga de la pluma de San Agustín: "Ama y haz lo que quieras". Los dos extremos de esta sencilla frase son imprescindibles para entenderla correctamente. Si amamos de verdad a Dios, haremos libremente lo que Dios quiera, porque nosotros lo querremos con todo convencimiento, como cualquier amor noble de esta tierra tiene por objeto agradar a la persona que ama. Si, por el contrario, hacemos lo que Dios quiere, pero sin amarle, nuestra vida será plana, mero cumplimiento de una normativa, de unos mandamientos impuestos desde fuera. Con esa actitud estaríamos reduciendo el cristianismo a un catálogo de preceptos, convirtiendo los medios en fines. Apagando la libertad, encendemos la rutina y empobrecemos un amor que de suyo está llamado a ser infinito, porque Dios es inconmensurable.
Como consecuencia de ese amor a nuestra libertad en el trato con Dios, tendremos también un profundo respeto a la autonomía de los demás, a su capacidad de decidir, aunque tomen opciones contrarias a lo que Dios les propone. Si Dios acepta esas decisiones que juzgamos equivocadas, ¿por qué nosotros vamos a impedirlas? Forzar la conciencia de nadie, incluso para obligarle a hacer el bien, parece una de las más flagrantes malinterpretaciones del querer de Dios. La conciencia es un santuario íntimo al que sólo podremos acceder si la otra persona nos abre su puerta, pidiendo ayuda.

domingo, 17 de agosto de 2014

La libertad del cristiano (II)

Dios al crear al ser humano libre ya previó que nuestra capacidad de elegir pudiera volverse contra Él y contra nosotros mismos, que en lugar de conducirnos según sus designios amorosos decidiéramos contradecirle, tomar un camino equivocado. Aun así, Dios ha preferido correr el riesgo de nuestra libertad. La libertad imperfecta origina el mal moral en el mundo, causa la violencia, el rencor, la explotación de unos seres humanos por otros. Si no fuéramos libres, no existirían esos males, pues actuaríamos siempre de acuerdo con la voluntad de Dios, pero tampoco podríamos agradarle, tampoco tendrían ningún mérito nuestras acciones buenas, tampoco habríamos sido creados a imagen de Dios. Sin libertad tampoco habría existido el pecado, por eso la Redención que nos ha ganado Jesucristo, tras una muerte dolorosísima, es también el pago de nuestra libertad. Ésta es la razón más radical del respeto cristiano por la libertad: se trata de un tesoro recibido de Dios Padre, ganado por la muerte de Dios Hijo y que nos asemeja al Dios amor, Espíritu Santo.
Que la libertad implique la posibilidad de errar no quiere decir que requiera el error. Nos recomienda San Pedro en su primera epístola: "Obrad como hombres libres, y no como quienes hacen de la libertad un pretexto para la maldad" (1 San Pedro 2: 16). La libertad explica el error, pero no lo justifica, porque también tenemos siempre la capacidad de hacer el bien al que nos conduce la verdad. El buen ejercicio de la libertad requiere reconocer la verdad, la realidad externa a nosotros, y el bien. Elegir sin contrastar esa elección con algún criterio de referencia, con algo que sostenga la verdad de nuestra condición humana, no conduce a ninguna parte. Elegir libremente es elegir sin coacción, conscientemente de que ésa es la decisión más adecuada, pero eso no quiere decir que cualquier decisión sea buena sólo porque se haya elegido libremente. “La verdad os hará libres” (San Juan, 8:32) nos dijo Jesús. La libertad, por el contrario, no nos hace verdaderos. La libertad es una

lunes, 11 de agosto de 2014

La libertad del cristiano (I)

Estamos en Jerusalén, en el cenáculo donde Jesús acaba de cenar por última vez con sus discípulos. Al ambiente de solemnidad propio de la fiesta religiosa que celebraban se une el presagio de que algo grande ocurrirá en las próximas horas. Jesús siente muy cercano el momento definitivo de su Pasión  y comparte con sus apóstoles confidencias muy entrañables. Tras mostrarles gráficamente hasta dónde tienen que llegar para ponerse a disposición de los hermanos (les había lavado los pies, tarea que era propia de esclavos), les hablará del mandamiento del amor, de la unidad (la vid y los sarmientos), del amor y la prudencia ante el mundo. En ese contexto, les declara: “Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. No os llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (San Juan, 15: 14-15). Jesús nos llama amigos, no siervos, porque la relación con Dios que Él nos enseña se basa en el amor, y el amor sólo pueden ejercerlo personas libres. Con una coacción suficientemente grande pueden obligarnos casi a cualquier cosa, pero nunca podrán imponernos amar a alguien.
Dios nos ha querido libres para tratarle con la confianza y el amor que sólo pueden mostrar quienes lo hacen libremente. Podría perfectamente haber diseñado una especie de robots humanos, que obedecieran ciegamente sus preceptos, conduciéndose en todo momento como el Creador quisiera. Pero, entonces, ya no sería el hombre hecho a “imagen y semejanza de Dios”, como nos indica el Génesis, porque no sería libre, no serían sus acciones fruto de una elección personal y consciente. La
mayor parte de las criaturas que Dios ha querido crear no tienen esa capacidad de elección y se dejan guiar, de modo más o menos mecánico, por sus instintos. No puede decirse propiamente que un acto de un animal sea bueno o malo, porque no tiene calificación moral lo que no se ha elegido libremente, pero de alguna manera la misma existencia de los animales y las plantas da gloria a Dios, y siguiendo las indicaciones de su naturaleza está cumpliendo su destino eterno.
Jesús pedía un acto de fe a quien le solicitaba alguna curación: “¿Crees esto?” (San Juan 11: 26) le pregunta a Marta antes de resucitar a su hermano Lázaro. “Creéis que puedo hacer esto” (San Mateo, 9: 28) les pregunta a dos ciegos que querían ser curados. A nosotros también nos pide que mostremos nuestra fe en decisiones concretas, que confiemos en Él y aprovechemos los medios de gracia que nos concede. Nos recuerda la carta del apóstol Santiago que “la fe sin obras es una fe muerta” (Santiago 2: 17), que es preciso ejercer la libertad de hacer el bien para progresar en nuestra vida cristiana. Eso no significa que nuestras obras generen la fe, como si la gracia de Dios fuera producida por las obras. Más bien es al revés, si hacemos cosas buenas es porque Dios nos da su gracia, pero el hombre no es un espectador pasivo en este proceso. Puede corresponder a esa gracia o rechazarla, siguiendo su libertad. El Señor es el motor de nuestro vehículo espiritual, pero nosotros tenemos que llevar el volante, que cambiar las marchas, que pisar el acelerador o el freno. El conductor no es quien impulsa el coche, pero lo dirige, mejor o peor, y según esas decisiones el coche avanza por el camino adecuado o se pierde.

domingo, 3 de agosto de 2014

En la lengua que hablaba Jesús

Católicos huidos de Mosul. Foto: Allen Kakony / Aleteia.
Tendemos a simplificar el mundo árabe identificándolo con el Islam. Pero conviene recordar que ni todos los árabes son musulmanes, ni todos los musulmanes son árabes. De hecho el país con mayor número de musulmanes en el mundo es Indonesia, que no tiene población árabe. Lo mismo cabe decir de la religión de los árabes, que aunque mayoritamente sea el Islam, no es, ni es deseable que sea, exclusiva. Mucho antes de que naciera el Islam, en el siglo VII, ya existían muchas comunidades árabes cristianas. Las más significativas, sin duda, las que vivían en la tierra que recorrió Jesucristo, en Palestina o en el actual Líbano, o las que predicaron los primeros cristianos, desde Siria (recordemos que fue en la Antioquía siria donde primero se llamó cristianos a los seguidores de Jesús), hasta Caldea o Persia.
La desastrosa guerra de Irak, iniciada tras una sarta de medias verdades y marcadas incoherencias, se ha cobrado ya muchas vidas, mucho dolor, en un país que fue referencia de estabilidad y cierto desarrollo en la región. Hoy contemplamos una consecuencia más de esa cadena de desastres que una guerra desencadena: la división práctica del país y la tremenda persecución de la minoría cristiana, arrollada por un nuevo movimiento fanático musulmán, que domina la tercera parte del país.
Los cristianos caldeos de Irak son tan antiguos como el mismo cristianismo, discípulos de los primeros discípulos de Jesús. De hecho, utilizan en su liturgia el arameo, la lengua en que hablaba Jesús. Originariamente procedentes de la histórica Asiria, una extensión de la actual Siria, estaban muy extendidos en el Noroeste de Irak, en el área de influencia de la ciudad de Mosul, donde reside uno de los obispos caldeos-católicos. Tras varios siglos de escisión de origen Nestoriano, retornaron a la Iglesia Católica en el s. XVI, y forman parte de las llamadas iglesias católicas orientales, en el marco de lo que ahora se denomina patriarcado de Babilonia.
Aunque históricamente han sufrido distintas persecuciones, el número de católicos caldeos era muy relevante hasta el inicio de la guerra de 2003, calculándose en torno a 1.4 millones. Actualmente se estima que pueden quedar unos 500.000, ya que muchos han emigrado a otros países, principalmente Canadá, Australia y EE.UU. La violencia contra los cristianos de Irak no ha cesado en los últimos años, principalmente por parte de las milicias extramistas musulmanas, tanto sunies como chiies. El asalto a la catedral de Bagdag en 2010 o el secuestro y asesinato del arzobispo de Mosul Paulos Faraj Rahho en 2008, se consideraron por algunos acciones aisladas, pero escondían un verdadero genocidio silencioso. Ahora ha dejado de ser silencioso en la región del país que controlan las milicias del Estado Islámico, en donde han impuesto la conversión forzosa o la marcha. ¿Qué hacemos los cristianos occidentales para apoyar a esos hermanos mayores que hablan en la lengua que hablaba Jesús? Al menos, rezar por ellos, como nos pedía recientemente el obispo de Bagdag, conocer su historia, hablar de ellos.