domingo, 17 de agosto de 2014

La libertad del cristiano (II)

Dios al crear al ser humano libre ya previó que nuestra capacidad de elegir pudiera volverse contra Él y contra nosotros mismos, que en lugar de conducirnos según sus designios amorosos decidiéramos contradecirle, tomar un camino equivocado. Aun así, Dios ha preferido correr el riesgo de nuestra libertad. La libertad imperfecta origina el mal moral en el mundo, causa la violencia, el rencor, la explotación de unos seres humanos por otros. Si no fuéramos libres, no existirían esos males, pues actuaríamos siempre de acuerdo con la voluntad de Dios, pero tampoco podríamos agradarle, tampoco tendrían ningún mérito nuestras acciones buenas, tampoco habríamos sido creados a imagen de Dios. Sin libertad tampoco habría existido el pecado, por eso la Redención que nos ha ganado Jesucristo, tras una muerte dolorosísima, es también el pago de nuestra libertad. Ésta es la razón más radical del respeto cristiano por la libertad: se trata de un tesoro recibido de Dios Padre, ganado por la muerte de Dios Hijo y que nos asemeja al Dios amor, Espíritu Santo.
Que la libertad implique la posibilidad de errar no quiere decir que requiera el error. Nos recomienda San Pedro en su primera epístola: "Obrad como hombres libres, y no como quienes hacen de la libertad un pretexto para la maldad" (1 San Pedro 2: 16). La libertad explica el error, pero no lo justifica, porque también tenemos siempre la capacidad de hacer el bien al que nos conduce la verdad. El buen ejercicio de la libertad requiere reconocer la verdad, la realidad externa a nosotros, y el bien. Elegir sin contrastar esa elección con algún criterio de referencia, con algo que sostenga la verdad de nuestra condición humana, no conduce a ninguna parte. Elegir libremente es elegir sin coacción, conscientemente de que ésa es la decisión más adecuada, pero eso no quiere decir que cualquier decisión sea buena sólo porque se haya elegido libremente. “La verdad os hará libres” (San Juan, 8:32) nos dijo Jesús. La libertad, por el contrario, no nos hace verdaderos. La libertad es una
condición moral de las acciones humanas, pero sería absurdo considerar que todas las acciones humanas sean moralmente buenas solo porque se hayan hecho libremente, como si estuvieramos inmunes frente al error. Tenemos sobrada experiencia de que muchos de nuestros actos, hechos con plena conciencia e incluso con buena voluntad, se nos acaban evidenciando, quizás días o años más tarde, como claramente equivocados.

¿De dónde viene el mal uso de la libertad que nos lleva a tomar decisiones equivocadas? Simplificando las cosas, podemos señalar dos factores: de una conciencia errónea o de una voluntad débil. Elegir conscientemente algo equivocado, asumiendo que es verdadero, es un defecto del conocimiento. Elegir conscientemente algo equivocado, aunque sepamos que lo es, es un defecto de la voluntad. A mi modo de ver, éste es el más común de los defectos de nuestra libertad: decidimos erróneamente porque somos débiles para elegir lo verdadero, lo que sabemos que deberíamos hacer. Y como nuestra voluntad y nuestra razón están tan entrelazadas, si esa decisión equivocada se repite en el tiempo, acaba configurando unos hábitos que se convierten en principios de actuación.. Lo expresa bien Mafalda, el mas conocido personaje del humorista Quino: "¡Resulta que si uno no se apura a cambiar el mundo, después es el mundo el que lo cambia a uno!”. Necesitamos perfeccionar la libertad, adecuándola a aquello que nos hace mejores, tomando decisiones que nos engrandecen como personas. Eso supone algunas veces decir que no a lo que nos apetece de modo espontáneo, negarnos a lo que en un primer impulso preferiríamos hacer, porque sabemos que en el fondo nos acabará debilitando interiormente. Deberíamos elegir con la mirada puesta en nuestra finalidad última y no sólo en las circunstancias transitorias. Seguramente a muchos estudiantes universitarios les apetecerá más jugar al mus que asistir a clase, pero si hacen de esto una norma, seguramente al cabo de los años comprobarán cómo el que asistió a clase y dedicó las horas necesarias al estudio tiene muchas más posibilidades, vitales y profesionales, que los que malgastaron su tiempo por un carácter débil. Por supuesto que la diversión sana es compatible con el estudio; a lo que me refiero es a dejarse dominar simplemente por el instinto inmediato, negando por un placer efímero un valor que nosotros mismos consideramos más necesario, pero que no tenemos la suficiente voluntad como para llevarlo adelante.
Algunos críticos del cristianismo piensan que somos menos libres que ellos porque no tratamos de experimentar todas las posibilidades, incluida la de pecar, como si la libertad fuera una acumulación de opciones. La libertad se ejerce eligiendo conscientemente algo. Si la elección es buena, nos ennoblece; si no lo es, nos deteriora. Toda decisión equivocada es un atentado contra nuestra propia naturaleza y muchas también lo serán contra el bien de los demás. Afirmar que somos menos libres cuando no elegimos el mal tiene poco sentido, porque la libertad implica decidir conscientemente. Si optamos libremente por algo bueno, estamos acumulando más bondad, o lo que es lo mismo más felicidad; si optamos por un pecado, nos dañamos a nosotros mismos y, muchas veces también, a los demás. Tal vez a fuerza de repetir esa elección equivocada llegue un momento en que la conciencia se duerma, y justifiquemos como correcto lo que es en realidad fruto del acostumbramiento. El trato con Jesús nos permite sacudirnos esa autocomplacencia, seguir retando nuestra conciencia para vencer nuestros defectos, en lugar de pactar con ellos. La gran rebelión interior del cristianismo consiste en no resignarnos a nuestras debilidades, en plantear una batalla, con la ayuda de Dios, contra nosotros mismos, para sacar lo mejor de nuestro interior, y ahogar en virtud nuestras inclinaciones más mezquinas. Habrá caídas, porque somos seres humanos, falibles, pero para eso está el perdón de Dios, la contrición. Quienes nunca se equivocan, o, mejor dicho, quienes nunca creen equivocarse, son personas descarnadas, frecuentemente pedantes, demasiado perfectas para ser humanas. Quienes reconocen sus fallos y piden perdón por ellos se engrandecen internamente y son más capaces para comprender a los demás.

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