domingo, 28 de septiembre de 2014

En recuerdo de D. Alvaro del Portillo

En estos tiempos que corren, parece un tanto peculiar que se junten cientos de miles de personas para honrar la memoria de alguien, y no precisamente en un concierto con grandes estrellas, ni en un macro-picnic, ni en una megafiesta, sino en una misa. Sí, acabo de volver de Valdebebas, donde hemos celebrado la misa de Beatificación de D. Alvaro del Portillo, obispo prelado del Opus Dei, que falleció hace algo más de veinte años. Y no eran cientos de miles de personas cualquiera (todas las personas no son cualquiera en realidad), sino además, personas procedentes de -literalmente- todos los continentes, las razas, las culturas y las edades más variadas. Quien quiera ver fotos simpáticas del evento, tiene bastantes en la galería del Opus Dei en  Flicker.
Claro está que lo importante no es lo que se ve en la tele, sino lo que se siente estando allí (por eso precisamente hay que estar), compartiendo unas horas muy especiales con personas que, recien conocidos, son casi parte de tu familia. La fraternidad cristiana es algo muy real cuando es real la fe en Cristo; nadie nos resulta indiferente cuando rezamos juntos, cuando compartimos el mismo afán de hacer presente a Jesús en los ambientes en que nos movemos, en la fábrica o en el taller, en la universidad o la escuela, en el hogar, en el campo de deporte. El ambiente de la Beatificación ha sido excelente: una nueva Pentecostés, con personas provenientes de 80 países distintos, un arcoiris de sonrisas, de entrañable cercanía. Os dejo mi pequeña contribución al albúm fotográfico, donde estamos un amigo irlandés, al que conocía desde hacía algunos años, un neozelandés, un libanés y un australiano, a los que acababa de conocer minutos antes de la fotografía. Todos han venido en homenaje a D. Alvaro del Portillo, en agradecimiento a su fidelidad, a su ejemplo, a su entrega a Dios y a todas las almas. Aunque sea excepcional hacerlo -hay muchos más santos de los que es posible declarar- estos eventos nos recuerdan que una vida que se da a Dios es una vida llena de contenido y llena de continuidad porque no se asienta en lo que hagamos aquí, sino más bien en lo que Dios quiera hacer a través nuestro.

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