domingo, 30 de noviembre de 2014

Idealismo y educación diferenciada

Desde Kant hasta nuestros días, la influencia del idealismo filosófico resulta patente en la manera en que nos acercamos a la realidad. En el lenguaje cotidiano, idealista es el que apunta a metas grandes, quien quiere mejorar la realidad haciéndola más noble y digna del ser humano. Sin embargo, en un sentido filósofico más estricto, idealista es el que interpreta la verdad de las cosas en función de sus categorías mentales. Dicho de manera sencilla, lo que importa no es tanto lo que las cosas son en sí (que nunca puedo saberlo), sino cómo yo las interpreto (lo que son en mí). Esa postura se extiende a cómo juzgamos la realidad que circunda: en lugar de cambiar nuestras opiniones en función de los datos objetivos que nos llegan, intentamos encajar la realidad en nuestros juicios previos (pre-juicios), a base de obviar los datos que no avalan nuestra teoría y subrayar los que la afirman, por muy marginales que sean.
Esto pasa en muchas cuestiones pero quiero hoy centrarme en el mundo educativo. En este país particularmente, la educación es batalla campal de las ideologías, que por encima de los indicadores que una y otra vez apuntan en una determinada dirección, siguen manteniendo su postura monolítica, sin concesiones ni siquiera al más elemento consenso.
El idealismo filosófico afecta generalmente por igual a lo que podemos denominar, usando categorías genéricas, derecha e izquierda. Sin embargo, en el campo educativo, en donde la derecha (lease en este caso PP) parece tener pocas o ninguna idea propia, el idealismo está especialmente marcado en la izquierda, autora de todas las leyes educativas que se han promulgado en España durante nuestra vida democrática, con excepción de la última (que en realidad supone una corrección marginal de planteamientos incluidos en las leyes anteriores). El tema daría para muchos párrafos, pero dada la obligada brevedad de este medio, me centraré hoy en lo que afecta a la educación diferenciada, objeto del último libro que hemos publicado en la editorial Digital Reasons. El libro está escrito por Alfonso Aguiló, con amplísima experiencia en el sector educativo, tanto como profesor, como directivo y gestor de centros docentes. El texto está compuesto por cincuenta preguntas y respuestas que desgranan todos los aspectos que se han discutido sobre la idoneidad de este sistema pedagógico: separar a los niños y las niñas en clases distintas, asumiendo que beneficiará a su rendimiento educativo. El autor incluye una gran cantidad de datos que muestran la crisis del modelo uniforme que actualmente se sigue en España, donde la educación diferenciada es enormemente minoritaria, y el contraste con los buenos indicadores de los pocos colegios diferenciados que existen en nuestro país, en muy distintos estratos sociales y culturales. Además, se incorporan datos sobre la eficacia educativa de este sistema en otros países (EE.UU., Australia, Reino Unido...), donde la discusión ha dejado de ser ideológica (da igual la realidad, lo importante es lo que se pre-juzga), para convertirse en una alternativa que abarca incluso a colegios financiados por las administraciones públicas.
En este terreno, como en otros, el respeto a la realidad, en primer lugar, a las opiniones de quienes ven las cosas de otra manera, en segundo, y a la libertad de quienes van a recibir el servicio que se piensa ofrecer (en este caso, padres y niños), en tercero, sería enormemente beneficioso para garantizar un verdadero progreso.

domingo, 23 de noviembre de 2014

La alegría del matrimonio (II)

Decía la pasada semana que el adjetivo cristiano añade al matrimonio mucho más que un lugar y unos ritos más solemnes que los de la boda civil: añade un enfoque distinto, donde el amor pleno entre dos personas se funde en el amor pleno a Dios que funda y enriquece el amor de los esposos. ¿Qué características tiene ese amor que está detrás del compromiso matrimonial?  Para un cristiano están nítidamente recogidas en la primera carta que escribió San Pablo a los cristianos de Corinto. Me parece muy recomendable que todos los esposos cristianos la lleven a su oración personal y hagan examen sobre aspectos concretos en donde puede haberse metido la rutina en sus vidas:
-“El amor es paciente, benigno; no es envidioso, no obra con soberbia, no se jacta, no es ambicioso, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra por la injusticia, se complace con la verdad; todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Cor, 13: 4-7).
Cuando se plantea la unión conyugal con estas notas, cualquier contrariedad en la vida cotidiana será superada. Ciertamente, no es fácil que un matrimonio pueda afirmar con rotundidad que vive estas propiedades en su amor, que sea generoso, paciente, benigno, comprensivo, humilde. Todos somos limitados, y nuestro egoísmo —amor propio— está demasiado presente en nuestra vida, pero seguramente ése es el amor al que deberíamos tender los cristianos, si verdaderamente queremos serlo, y desde luego ése es el amor que nos hará felices. ¿Qué significa un amor generoso? Es un amor que piensa en el otro, en su bien, sin cansarse, sin reivindicar un trato equiparable. El amor excede la justicia. El hoy por ti, mañana por mí no es el fundamento de la donación mutua, sino más bien el siempre por ti. Es difícil pensar siempre en el otro, porque implica relegar los propios gustos, las preferencias más personales. Tal vez esa entrega fue patente en el inicio del amor, cuando la juventud y el idealismo presidían la relación, cuando no se contemplaban los defectos del cónyuge. Novios viene de nuevos, para remarcar que un amor permanente requiere un constante rejuvenecimiento, una sana tensión para evitar que envejezca con el tiempo. “Abrir el corazón a todos es renunciar a la propia casa” , escribió un amigo mío en uno de sus libros de poemas. El amor generoso excluye el apacible rincón de la intimidad, del solo-para-mí, para encontrar un lugar más espacioso, porque caben dos, para empezar, y luego más: los hijos. “Para que en el matrimonio se conserve la ilusión de los comienzos, la mujer debe tratar de conquistar a su marido cada día; y lo mismo habría que decir al marido con respecto a su mujer. El amor debe ser recuperado en cada nueva jornada, y el amor se gana con sacrificio, con sonrisas y con picardía también” (San Josemaría).
El amor es comprensivo. La comprensión incluye los defectos del cónyuge, evidencia sus limitaciones. Nos llevará a pasar por alto tantas pequeñeces, que acaban enturbiando la relación, a callar, cuando no es momento de recriminar, a esperar cuando el cónyuge no tiene su mejor día,
El amor no busca lo suyo, antes bien se entusiasma con los gustos del amado, que pasan a ser propios, hasta disfrutarlos, sin sensación de heroísmo, sin pasar factura por ello. Hace años visitaba la casa de un amigo, por cierto muy espaciosa y bien puesta. Me sorprendió el tamaño de la televisión que tenían, por aquel entonces mucho más grande de lo habitual. Me comentó, con un cierto tono de sorna: “Al principio nos divertíamos mucho, luego nos compramos una televisión”. No deja de ser un tanto triste que el amor inicial se haya cambiado por un aparato. La televisión puede suponer descanso tras una jornada laboral difícil, pero es más eficaz, y más divertido a la postre, jugar con los hijos, escuchar al cónyuge, evadirse de los problemas propios colgándolos de perchas ajenas. El amor es fructífero. Los hijos no son un estorbo. No deben serlo para un matrimonio cristiano, que recibe como una bendición de Dios los hijos que envíe. El amor entre dos se hace entre tres, cuatro, cinco… Se expansiona, se hace fruto.
El amor no es soberbio. La humildad no es claudicación, no es aceptación del dominio ajeno. La humildad nos ayuda a evitar tensiones, a no encasquillarse con cuestiones más o menos anodinas, que sólo magnifica el cansancio o la susceptibilidad. Las discusiones son casi inevitables cuando dos personas conviven de cerca, pero nunca deberían terminar en disputa: intercambiar pareceres sabiendo que podemos estar en el error, y siempre evitar riñas en presencia de los hijos, para evitar que consideren como desavenencias lo que no debería ser más que fruto del cansancio momentáneo.
El amor es sincero, la falta de diálogo puede arruinar el amor, porque es espiritual y requiere riego espiritual. Las situaciones de tensión pueden evitarse con una conversación pausada, cambiando ideas, sinceramente, sin prejuzgar, confiando. El amor también es fiel y es puro. Las relaciones conyugales son corporales, pero no sólo. El lenguaje del cuerpo o se engarza perfectamente en la dinámica del amor, del darse, o se convierte en instinto. La fidelidad conyugal es testimonio de valores espirituales más profundos. Me parece sumamente injusto incluso ponerse en ocasión de infidelidad marital, frecuentando amistades que pueden apartar, en un momento de especial debilidad, del compromiso inicialmente adquirido. No menciono cosas más burdas, por ejemplo las relacionadas con el ocio con ocasión de viajes profesionales, donde pueden producirse situaciones que abochornarían a cualquiera en un momento de serenidad. No se puede jugar con la fidelidad, es demasiado preciosa para arriesgarse bajo la excusa de que no pasa nada, de que ya somos maduros. Uno no va por un barrio peligroso, de noche, con un Rolex de oro, si aprecia ese reloj. Puede que no pase nada, pero es probable que sí pase, y la pérdida sería difícil de reparar: cuanto más se valora lo que uno puede perder, más nos esforzamos en asegurarlo. La prudencia nos lleva a evitar riesgos innecesarios.
El amor finalmente es alegre, optimista. Las dificultades de una vida en común se salvan mejor juntos. Las dificultades también fortalecen, porque afrontar el dolor une a las personas, pues tantas veces somos más próximos cuando somos más débiles. En definitiva, el amor verdadero lleva consigo el sacrificio personal, el olvido de sí, fuente de paz en el hogar.

domingo, 16 de noviembre de 2014

La alegría del matrimonio (I)

"El amor no es sólo una cosa espontánea o instintiva: es una elección que hay que confirmar constantemente. Cuando un hombre y una mujer están unidos por un verdadero amor, cada uno de ellos asume sobre sí el destino, el futuro del otro como si fuera propio, aun a costa de fatiga y de sufrimiento, para que el otro “tenga la vida y la tenga en abundancia” (Jn 10,10). (...). Sólo así se ama en serio, y no por juego ni de forma pasajera. Cuando el otro oiga que le dicen «te amo», entenderá que esas palabras son verdaderas, y también él se tomará en serio la experiencia del amor" (S. Juan Pablo II, Discurso a los jóvenes de Lombardía).
Hace unos días asistí a la boda de un familiar cercano. Toda boda es un motivo de alegría, porque dos personas inician una andadura de amor y apoyo mutuo, y se prometen fidelidad permanente. El matrimonio no es un invento cristiano, indidudablemente, pero adquiere en el cristianismo un "sello de distinción", un marcharmo que aplica las gracias propias de un sacramento a la vida conyugal, plena de gozos y alegría, pero no exenta de dificultades. El matrimonio cristiano no es una opción estética (al final y al cabo es más bonita una iglesia que un juzgado), sino una opción trascendental, porque tiene mucho impacto y porque trasciende al amor de dos personas, para que sea de tres, ya que Dios les acompaña de modo especial a partir de ese momento. Un matrimonio feliz puede darse también entre esposos no cristianos, naturalmente, pero la gracia del matrimonio cristiano refuerza el compromiso humano haciendo que tenga una dimensión mucho más sólida y definitiva, que fortalece con la gracia de Dios la entrega mutua de los cónyuges. El matrimonio es camino de santidad para los cónyuges que han recibido esa vocación, tan divina como cualquier otra, que saben fundamentar su amor humano en el amor a Dios, a quien confían la garantía de su mutua disponibilidad. El matrimonio es alianza estable, firme, perfectamente compatible con las dificultades que toda unión íntima entre personas lleva consigo, porque esas dificultades se superan con la gracia sobrenatural y la alegría que acompañan al sacramento. Los cónyuges cristianos encuentran en la convivencia mutua una estupenda ocasión de generosidad, de pensar en el otro, de darse sin medida, como Jesús nos mostró, lo que convierte esa unión en más sólida, más segura y generosa, porque está plagada de detalles de búsqueda de Dios en el otro. Esto es posible, no estoy hablando de una entelequia sacada de un cuento de hadas. Existen matrimonios así, como existen cristianos consecuentes, guiados por una vida de unión con Dios intensa, de oración y sacramentos.
Desde hace unos años, estoy intentando introducirme en el arte de la cocina. En ese aprendizaje, he podido comprobar que no es suficiente con saber los ingredientes y las proporciones, sino que resulta clave, especialmente cuando el plato tiene que pasar por el horno, conocer el tiempo y la temperatura de cocción. Esta modesta experiencia culinaria me lleva a afirmar que la vida cristiana es como un buen asado; si no tiene la temperatura adecuada, no sale bien. Por eso, en la vida conyugal, cuando la temperatura espiritual de los esposos disminuye, cuando Dios queda sólo como una invocación eventual, cuando deja de ser el centro y pasa el individuo —nuestro pobre egoísmo— a ocupar su lugar, las posibilidades de un matrimonio dichoso disminuyen considerablemente, como muestra la sensible correlación entre la pérdida de práctica cristiana y la tasa de divorcios, en todos los países de nuestro entorno. Hay muchos matrimonios de personas sin fe que son también dichosos, y me alegro mucho por ello, pero sería estupendo que ese amor humano tan fuerte se robusteciera mucho más todavía con los vínculos espirituales entre los esposos que da la cercanía a Dios. Un matrimonio donde los esposos tratan de estar muy cerca de Dios, de ponerle en el centro de sus afanes, de sus alegrías y sus penas, y por Él, de pensar constantemente en el otro, está abocado a la felicidad, aun en medio de contrariedades y sinsabores, pues esas circunstancias también serán alimento de la alegría.

domingo, 9 de noviembre de 2014

Sentido y sufrimiento

Uno de los enigmas que más enfrentan la racionalidad human es la experiencia cotidiana del dolor del inocente, del sufrimiento de quienes nada han hecho para merecerlo. La muerte, la enfermedad, el fracaso, el abandono, confrontan nuestro afán de felicidad y hacen patentes nuestras limitaciones. Nuestro dominio de la tecnología, nuestro progreso aparentemente ilimitado, encuentra sus límites en el dolor que no podemos resolver. Un dolor que se amortigua con tranquilizantes pero que no se resuelve, por lo que sigue pendiente la respuesta a la pregunta sobre el sentido de todo ese sufrimiento.
Pensaba en estas cosas al leer el libro que recientemente ha publicado D. Luis de Moya, sacerdote que lleva veinte años anclado a un cuerpo que no le responde. En un accidente de automovil perdió la movilidad de sus extremidades, pero no de su alma, que sigue muy activa. El sabe como nadie lo que significa el dolor continuado, el sufrimiento físico y espiritual. Nos cuenta sus reflexiones en "El sentido del dolor", un libro que recoge tres de sus escritos: un relato del accidente y de cómo adaptó su vida a sus nuevas condiciones; un texto maravilloso del  Vía crucis, ilustrando con sus propias reflexiones la contemplación de las últimas escenas de la vida de Jesucristo, y una conferencia más teológica sobre el sentido último del sufrimiento.
Ante la contradicción, la enfermedad, la pérdida de seres queridos el alma se rebela. Esas experiencias han supuesto para muchas personas abandonar la fe, perder la confianza en Dios. Para otras muchas, han sido precisamente medio para afianzarla, para darse cuenta de modo mucho más profundo que los cristianos no adoramos a un Dios victorioso, triunfante, sino a un Dios que muere en un instrumento horrible de tortura. Lo importante no es lo que ocurre, sino por qué ocurre. Jesús muere como un criminal, pero no es un criminal, muere acogiendo en sí a todos los pecados de todos los seres humanos, muere por darnos la Vida. Encontrar el sentido último del dolor es muy complicado cuando no se tiene fe, aunque tampoco para quien la tiene la razón sea evidente, aunque no se llegue a explicar del todo, pero al menos permite "encajar las piezas". La razón del sacrificio no es fácil de entender, pero existe, ningún dolor es absurdo, ningún acontecimiento aleatorio. Por eso, el autor, que sabe muy bien lo que es aceptar lo que para la mayor parte de los seres humanos es inaceptable, e incluso encontrar alegría en esa situación, puede decir"...aunque el sufrimiento siempre cuesta, gracias a que soy capaz de sufrir, finalmente logro más de lo que pierdo"

domingo, 2 de noviembre de 2014

De la corrupción y el populismo

Mi primer viaje a Latino América fue en 1989, cuando fui invitado a Mérida, Venezuela, para impartir un curso en el seno de un congreso internacional sobre mi especialidad. Desde entonces, y por similares circunstancias profesionales, fui a Venezuela seis veces hasta el año 1997, mi última visita a ese querido país. Me llamaron muchas cosas la atención de la sociedad venezolana, algunas muy positivamente (su carácter abierto y amable, por ejemplo) y otras menos (desorganización e informalidad). Poniendo en una balanza esos inconvenientes y esas ventajas, resultaba un país muy atractivo para el visitante, pleno -por otra parte- de bellezas naturales.
Me viene a la cabeza estos días mis primeros viajes a Venezuela, porque uno de los clamores más repetidos entre ciudadanos de distintas tendencias era la queja sobre la corrupción reinante en el país (era la época de Carlos Andrés Pérez, íntimo de nuestro entonces primer ministro), el derroche de las riquezas nacionales, la falta de eficacia en la gestión de lo público, etc. Supongo que a todos les suena esa cantinela en estos últimos días, ante la desconcertante retahíla de bochornosos quebrantos de la honestidad pública que nos llegan a través de los medios. Me uno al sentimiento de indignación colectivo, pero me permito introducir un matiz, que quiero conectar con mi párrafo introductorio: ese mismo ambiente social condujo en Venezuela a Hugo Chavez y al desastre posterior. Bajo cualquier criterio que se considere, Venezuela ahora tiene mucha mayor corrupción que al inicio de ese ciclo revolucionario que, como bien refleja Orwell en "la Rebelión en la Granja", solo acaba en el desastre de quien lo solicita y en el encumbramiento de quien se aprovecha de esa justa demanda. Y junto a la corrupcion, la ineficiencia, la ruina económica y social de un país que es un ejemplo paradigmático de riquezas naturales. Todos nuestros doctorandos venezolanos (entonces eran bastantes) votaron a Hugo Chavez en las primeras elecciones que ganó, según ellos mismos me dijeron; ahora no conozco a ningún venezolano razonablemente ilustrado que defienda el sistema que ese populismo demagógico ha creado: no solo no ha resuelto los problemas, sino que los ha agravado, creando otros muchos nuevos, como es el caso de la carestía alimentaria o la desorbitada inseguridad ciudadana (según datos de Naciones Unidas en Venezuela murieron por arma de fuego 16.072 personas en 2012).
Comparto plenamente el diagnóstico de Podemos y otros grupos sociales que critican la situación actual, pero no comparto para nada sus recetas: seamos serios, este país tiene muy buenos políticos, sindicalistas, empresarios, pero también tiene unos cuantos golfos que es preciso penen en la cárcel sus fechorías. No puede tomarse el todo por la parte, y no puede confundirse la reforma con la destrucción. Escarmetemos en cabeza ajena: Venezuela, Argentina y un largo etcétera muestran a dónde llega el populismo superficial. Vale la pena releer a George Orwell, él bien sabía a dónde conduce quien se aprovecha del clamor social por la Justicia.