lunes, 30 de marzo de 2015

La lógica del sacrificio

Comenzamos ayer la Semana Santa, el periodo más importante del año cristiano. Contemplamos los momentos cumbres de la vida de Jesús, su despedida en el Cenáculo, su dolor en Getsemaní, finalmente su alegría en el sepulcro vacío. Parece razonable estos días reflexionar sobre el sentido de la Pasón, del dolor de Jesús, porque ilumina también el dolor de cualquier ser humano.
Tenemos tan arraigada la relación entre felicidad y cumplimiento de nuestra apetencia, que resulta casi absurdo plantear el dolor como alegría. No estoy hablando, lógicamente, que uno disfrute causándose o experimentando dolor; eso sería propio de una mentalidad enferma. Me refiero a que si uno acepta el sentido último de las cosas que nos contrarían, también en la contrariedad, podemos encontrar motivos de gozo interior. Lo que aparentemente no tiene valor, lo alcanza cuando vemos las cosas de otra forma. La renuncia es compañera imprescindible para conseguir una carrera profesional meritoria (horas de estudio, de preparación, realizadas con renuncia de otras cosas más placenteras), o una salud aceptable (evitar ciertos dulces, realizar algo más de ejercicio), o simplemente unas amistades sólidas (la amistad requiere dedicar tiempo y hacer favores a los demás). Todas esas veces que nos negamos algún placer inminente se compensan por el bien que vamos a conseguir como consecuencia de ese sacrificio, a medio o largo plazo. Ése es el fondo de la expresión vale la pena, que empleamos con tanta frecuencia, y que viene a significar “el valor de lo que obtengo me compensa el esfuerzo de obtenerlo”. Aceptar cualquier placer evidente, sin preguntarnos si nos conduce a una meta más elevada en nuestra vida, es dejarse llevar por los instintos y aplicar poco la inteligencia a nuestra actuación cotidiana.
Aceptar la contrariedad por un bien mayor es también la base para recibir con alegría el sacrificio que nos resulta injusto o absurdo: una enfermedad especialmente dolorosa, la muerte repentina de un ser querido, las situaciones de injusticia social, etc. A muchos el dolor les aparta de Dios, a otros precisamente les ayuda a encontrarlo, porque a veces el dolor, como decía C.S. Lewis, es el altavoz que utiliza Dios para hacernos sentir que estamos vivos. Estos días contemplamos especialmente ese proceder de Dios, que no sigue nuestros métodos, como decía Benedicto XVI: "No es el poder lo que redime, sino el amor. Éste es el distintivo de Dios: Él mismo es amor. ¡Cuántas veces desearíamos que Dios se mostrara más fuerte! Que actuara duramente, derrotara el mal y creara un mundo mejor. Todas las ideologías del poder se justifican así, justifican la destrucción de lo que se opondría al progreso y a la liberación de la humanidad. Nosotros sufrimos por la paciencia de Dios."
Los cristianos no podemos perder de vista que la lógica total no se alcanza en esta tierra. Somos seres trascendentes y sólo en la trascendencia de la vida eterna podrá alcanzarse la visión completa de las cosas. Hay injusticias, aparentes o reales, que nunca entenderemos en este mundo; pero pueden analizarse desde otra óptica cuando consideramos que el círculo no se cierra aquí, que hay una proyección eterna de nuestros actos que les dará su medida definitiva. La cruz de Jesucristo es la explicación última del dolor para un cristiano. En cierta medida podemos decir que no tenemos derecho a desesperarnos en esas circunstancias, porque Jesucristo sigue caminando junto a nosotros.

domingo, 22 de marzo de 2015

Ecología humana

Hace unos días participé en una mesa redonda sobre ética y ecología profunda, en el marco del congreso de la asociación española de educación ambiental. Mis compañeros de mesa intentaron mostrar cómo la educación más auténtica debería tender a cambiar las actitudes y los valores de quienes nos escuchan, haciéndolos más cercanos al Bien, a la Virtud. Esto sirve para cualquier contenido educativo, que no debería sólo informar -dar conocimientos- sino servir de reflexión-conversión personal. En el terreno de la educación ambiental, me parece que esto es especialmente cierto. Si los valores que transmitimos se limitan a que los estudiantes tiren los residuos a distintos contenedores o reduzcan su consumo de agua, estamos -a mi modo de ver- limitando mucho los horizontes de una educación ambiental, que debería más bien orientarse a cambiar la actitud de nuestros alumnos y alumnas hacia el ambiente. Esto requiere llegar a las emociones, pues el ser humano no sólo es razonamiento, también es pasión, corazón, empatía. Si se consigue conectar con ese nivel vital, nuestros estudiantes cambiarán como consecuencia sus formas de vida, tendrán una relación más respetuosa -incluso amorosa- con el medio y encontrarán formas concretas de custodiarlo de una manera más eficaz.

El segundo aspecto relevante en la educación ambiental es reflexionar por qué necesitamos hacer esa conversión y qué marco ético tiene. Para empezar a hablar, necesitamos aclarar qué es exactamente la naturaleza y qué razones de fondo nos llevan a conservarla. Si la naturaleza es todo aquello donde no viven personas, el ser humano debería apartarse del medio como primera medida conservacionista. Si, por el contrario, asumimos que el hombre también es parte del ambiente, su papel es mucho más integracionista. Si asumimos que la Naturaleza es lo que las cosas son -como han sido "diseñadas"-, cualquier alteración injustificada del medio será de principio rechazable. Pero eso aplica no sólo a la Naturaleza externa, sino también a la nuestra, a la humana. En este sentido, me parece clave fomentar los vínculos entre ecoética y bioética, pues a mi modo de ver son parte de lo mismo: de un respeto profundo hacia cómo las cosas son, hacia la ley natural en pocas palabras. En consecuencia, si debe extremarse la precaución para evitar los impactos negativos de manipulaciones genéticas en los alimentos que comemos, también debería hacerse -y con más razón si cabe- para evitar alternaciones de la genética humana: no veo mucho sentido a oponerse al maíz transgénico y admitir a la vez la manipulación de embriones humanos.
Cualquier modificación de la naturaleza acaba teniendo consecuencias, en la erosión del suelo, en la contaminación del agua o del aire, pero también en la ecología humana. Como bien decía uno de los ponentes de la mesa redonda a la que me refería al inicio, el uso masivo de la pildora anticonceptiva tiene efectos perniciosos sobre nuestra fisiología y sobre el ambiente: la diseminación indiscriminada de residuos de estos medicamentos, que no son filtrados por los procedimientos habituales de tratamiento del agua está afectando a muchas especies, además de a la nuestra, con un impacto mucho mayor del habitual de cáncer de útero y otras disfunciones ligadas a ese tratamiento hormonal. No es sólo una cuestión moral, también ambiental, aunque ambas cuestiones -en el fondo- están íntimamente ligadas.

miércoles, 11 de marzo de 2015

¿Son todas las religiones iguales?

Escuchaba ayer en la radio los comentarios de un profesor universitario sobre la destrucción del patrimonio cultural que está realizando el EI en Siria e Irak. Con buen criterio comentaba que se trata de una más, y no la mayor, de las atrocidades que este grupo de bárbaros está perpetrando en las las zonas que controlan. También indicaba que la eliminación de quien disiente y de sus símbolos es una característica de quien tiene un concepto absolutista de su religión, considerando sus creencias como verdad suprema.
No tengo duda que a cualquier persona verdaderamente religiosa le repugna que alguien pueda usar el nombre de Dios para matar y destruir. Si proclamamos que Dios ha creado el mundo y todas las maravillas que contiene, incluido al ser humano, que alguien piense que a Dios agrada que se mate a sus criaturas, que se destruya su creación, me parece una aberración de singular arrogancia. Ante hechos repugnantes que se escudan en el nombre de Dios, la respuesta tópica podría ser -como de alguna manera manifestaba el profesor de la entrevista radiofónica- que es Dios, o la religión, el responsable, relatándose a renglón seguido otras barbáridades que se han cometido en la misma línea a lo largo de la Historia. De la experiencia actual se pasa a lo ocurrido hace muchos siglos, casi siempre sin reparar en las diferencias o incluso en lo que realmente ocurrió. La brevedad requerida a este texto no me permite dar argumentos históricos más sólidos para responder a esa abusiva generalización. En cualquier caso, no me parece que la violencia religiosa sea un problema de las religiones, sino del uso fraudulento de la religión, de una visión fundamentalista que pretende hacer una supuesta voluntad de Dios, aunque tenga muy poco que ver con lo que Dios realmente quiere. Por otro lado, igualar todas las religiones, como si todas sean parte de esas mismas desviaciones me parece una generalización abusiva. Acabo recomendando, en este sentido, el reciente libro del profesor Manuel Guerra (¿Por qué hay tantas religiones?), que analiza las razones últimas sobre la existencia de distintas religiones y algunos criterios para juzgarlas.

domingo, 1 de marzo de 2015

Acercándonos al Misterio

Decía Behn Johnson, un poeta y dramaturgo inglés del s. XVIII, "Qué cerca del bien está lo bello". Podemos poner con mayúsculas ambos sustantivos, para apreciar porqué las personas de Fe han apreciado el Arte. En cualquier religión, en cualquier cultura y periodo de la Historia, quien quiere mostrar lo Sagrado, lo que se escapa a nuestra percepción cotidiana, recurre a la excelsitud de una obra de arte: pintura, escultura, arquitectura, música, literatura han servido para manifestar un sentimiento y una convicción: que anhelamos el Misterio pero no somos capaces de manifestarlo. Solo quien es capaz de extraer lo mejor del espíritu humano es capaz de aproximarse a la Belleza y al Bien que es Dios se dan por excelencia. Entrar en Notre-Dame de Paris, contemplar la capilla Sixtina, escuchar la Pasión de Bach son experiencias que amplían nuestros horizontes materiales, nos aportan una dimensión que intuimos necesaria pero nos cuesta mucho captar. Por eso es tan necesaria la contemplación en cualquier tradición religiosa: el silencio es aliado de Dios, el ruido es compañero de la vanalidad.
El arte verdadero nos acerca a Dios porque saca lo mejor de nosotros mismos, nuestra mejor sensibilidad, nuestra contemplación más sublime. Alimenta nuestra imaginación más noble, la que permite imaginarnos mejores. Por eso me parece tan relevante que el arte cristiano recupere su riquísima tradición y, sin renunciar a ella, permita expresarse en términos contemporáneos. Parece que nos hemos quedado anclados en otros periodos, pues nuestras imágenes, edificios y esculturas más excelsas tienen ya siglos de vida. No es un problema, a mi modo de ver, de que la Iglesia ya no tenga recursos para ser el principal mecenas, sino más bien que los mejores artistas están lejos de la Fe. Se puede hacer un magnífico arte cristiano contemporáneo cuando hay magníficos artistas cristianos contemporáneos, como resulta evidente en el genial Gaudí. Acercarnos al Misterio a través de la Belleza, un anhelo que todo ser humano siente en el fondo de su alma, me parece que es una tarea prioritaria en la nueva Evangelización a la que nos invita el Papa Francisco. Acabo con unas palabras de Marie-Alain Couturier (1897-1954) un religioso dominico, gran impulsor del diálogo del arte contemporáneo con el cristianismo: “Esto que atrae nuestro amor en la hermosura de las criaturas o en nosotros mismos corresponde -en nuestros seres y en el propio corazón nuestro- a un Amor primero: amamos a seres que son bellos porque han sido amados; y a los vestigios de aquel primigenio amor, cuando les amamos, nuestro corazón se acoge. Aquella voz misteriosa de la belleza que incita a nuestro corazón, es eco de otra voz y de otro corazón" (citado en Fernández de Moya, 2013).