domingo, 25 de octubre de 2015

El sentido del mal

En la narración de la Creación del mundo, el libro del Génesis nos señala con reiterada insistencia que Dios se complacía en todas las obras de sus manos: hasta siete veces repite el texto sagrado: “Y vio Dios que estaba bien”. Naturalmente es un modo de decir, pues no parece razonable que Dios hiciera un mundo maligno, pero resulta interesante que se insista tantas veces en la bondad intrínseca de la Creación. ¿Cómo se conjuga esto con nuestra experiencia cotidiana del mal, manifestado en la injusticia, el egoísmo, la soberbia, el sufrimiento del inocente?, ¿cómo compaginar esto con la Omnipotencia y la Misericordia infinita de Dios? ¿Si Dios es nuestro Padre, y desea para nosotros lo mejor, por qué consiente la injusticia? ¿Por qué Dios está callado?, "¿por qué sigue impotente?, ¿por qué reina tan débilmente, crucificado, como un fracasado?”.
El mal siempre es ausencia de un bien esperable. No es un mal que no podamos volar, pero sí que alguien no pueda ver o andar, porque es propio de nuestra naturaleza hacerlo. La existencia de desastres naturales que afectan a millones de personas nos recuerda que estamos sujetos a unas leyes que nos exceden: podemos intentar entenderlas para prevenir sus efectos, pero estamos por encima del funcionamiento natural del mundo. Si se vive junto a una zona sísmica, será mas probable sufrir los efectos de un terremoto; si cerca de una zona árida, los de una sequía, si en una llanura aluvial, los de una inundación, y así sucesivamente.
Junto a los males naturales están los humanos, los que origina la actuación perversa de los hombres: guerras, comercio de esclavos, pederastia, hambre…, son consecuencia de la libertad mal elegida, de la naturaleza humana imperfecta. También ahí puede haber un mensaje de Dios para el mundo, también ahí puede haber un sentido último de las cosas, que no apreciamos fácilmente. La existencia de contrariedades, nos recuerda que nuestra naturaleza no es perfecta, y a la vez es altavoz para darnos cuenta que no somos autosuficientes, que necesitamos la ayuda de otros. En el libro del Génesis se nos cuenta la historia de José, uno de los hijos más jóvenes de Jacob, que es vendido como esclavo por sus hermanos, a consecuencia de su envidia. Incluso de algo tan horrible como el comercio de esclavos salió un bien a largo plazo, ya que José varios años después acaba siendo intendente del Faraón egipcio, y salvando del hambre a su padre y hermanos. El mismo José acierta a ver en su inicial desgracia el diseño providente de Dios: "No fuisteis vosotros, los que me enviasteis acá, sino Dios... aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir... un pueblo numeroso” (Génesis, 45: 8).
El mal en el mundo tiene un carácter enigmático tal vez porque nos falta perspectiva para verlo en su totalidad. A veces, pasados los años, una situación desgraciada produce efectos positivos, o un suceso que calificamos como desgracia nos hace descubrir bienes mayores. Quizá la muerte prematura de un amigo, de un familiar, nos hace madurar como personas, supone una mayor unión en la familia. Tal vez en ocasiones, nunca entendamos en la Tierra porque ocurrió esa situación desgraciada, pero no podemos dudar de que las cosas ocurran porque Dios las consiente, y por tanto todas tienen un sentido, aunque no toda justicia se cumple aquí en nuestra vida mortal. No hemos de perder de vista que Dios es infinitamente justo, pero que la justicia de Dios tiene una dimensión eterna. Para nosotros el escenario se interrumpe en unas pocas décadas, para Dios no existe el tiempo, y por tanto todo es un permanente presente, una activa contemplación. El éxito o fracaso no tiene una valoración temporal y, por tanto, no podemos juzgar como definitivo lo que observamos en este mundo. Mirar las cosas a la luz del destino eterno del hombre también nos ayudará a entender mejor lo que aquí nos parece injusto, por que "sin la perspectiva de un más allá, la justicia es imposible" (Giussani, 1987: 164).

domingo, 18 de octubre de 2015

La soberbia es antipática

Dicen algunos que los ciudadanos de cierto país tienen como principal negocio comprar a una persona por lo que vale y venderla por lo que se cree que vale. No creo que sea patrimonio exclusivo de ese país, ya que la capacidad de engrandecer nuestros méritos es bastante común a todo el género humano.
Frente a esa soberbia, que aparece de forma más o menos larvada en buena parte de lo que hacemos o decimos, la humildad, como cualquier virtud, nos enriquece por dentro, nos hace más plenos, más serenos, más capaces de dar y aceptar a los demás. También nos hace más alegres, afianza nuestra felicidad en la tierra y es camino seguro para el cielo. Así proclama la Virgen en su encuentro con su prima Isabel: “…porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, santo es su nombre” (San Lucas, 1: 46-49). Porque vio su humildad, por eso María se hizo grata a Dios, por eso fue elegida para desempeñar el papel más importante que un ser humano ha realizado en la Historia.
“Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes” (Santiago 4: 6) nos dice el apóstol Santiago, porque Dios no concede sus dones a quien se empeña en no solicitarlos, a quien considera que ya tiene todo. El soberbio, si podemos hablar así, ata las manos a la misericordia divina, porque ni siquiera se considera necesitado de ella. San Pablo en su carta a los cristianos de Roma pone en la soberbia humana la causa principal del paganismo, ya que bloquea la mente para descifrar el sencillo mensaje que se contiene en la Creación:  “Lo cognoscible de Dios es manifiesto entre ellos, pues Dios se lo manifestó; porque desde la creación del mundo lo invisible de Dios, su eterno poder y divinidad, son conocidos mediante las obras. De manera que son inexcusables, por cuanto conociendo a Dios, no le glorificaron como a Dios ni le dieron gracias, sino que se entontecieron sus razonamientos, viniendo a obscurecerse su insensato corazón; y alardeando de sabios se hicieron necios, y trocaron la gloria del Dios incorruptible por la semejanza de la imagen del hombre corruptible, y de aves, cuadrúpedos y reptiles" (San Pablo, Romanos 1: 19-23).
El soberbio no sólo es ingrato a Dios, sino que también resulta desagradable a los demás hombres. Una persona que siempre quiere llevar la razón, imponer su criterio, centrar la atención, ser admirado, es un candidato casi seguro a la soledad. Tendrá muy pocos amigos quien se considere el centro de todo, quien sea incapaz de ver las necesidades de los demás porque sólo atiende a las propias, quien no admita sus errores.
Hace varios años estuve en un seminario con un premio Nobel, cuyo nombre no recuerdo. El tema no era de mi especialidad, pero me hacía ilusión conocer a un científico eminente, aunque no lograra entender todo lo que dijera, como así fue de hecho. Sin embargo, valió la pena acudir a ese seminario, ya que me dio una enseñanza que no he olvidado con el paso de los años. Tras presentar los resultados de sus últimos trabajos, se abrió un debate con los asistentes, expertos también en esa materia. Me llamó mucho la atención que respondiera a una de las preguntas con un sencillo: “No lo sé, le agradezco la pregunta y pensaré sobre ese asunto”. Con el paso de los años, he asistido a muchas conferencias y seminarios sobre mi especialidad, impartidos por personas mucho menos eminentes que el científico al que me he referido, y muy pocas veces he escuchado una respuesta parecida. Admitir que uno no sabe algo es tan grande y hermoso como contestar certeramente, pero parece que nos cuesta admitir ante los demás nuestras propias carencias. Ese verdadero sabio dio su mejor lección al admitir su ignorancia, en lugar de improvisar una respuesta que tal vez hubiera satisfecho a la audiencia, pero no a la verdad más honda.
Por contraste con esta imagen, viene a mi memoria otra que me pasó años más tarde. Habíamos invitado a un tribunal de tesis a un profesor conocido en la materia que se juzgaba, con bastante prestigio en ese campo. La autora de la tesis, una profesora chilena que tenía especial admiración por los escritos de ese profesor, quedó tan decepcionada como yo cuando le tocó comentar la tesis a ese profesor, ya que en lugar de hablar de ella se puso a contarnos sus viajes por Chile, su conocimiento de la geografía chilena y las investigaciones que había hecho él en ese campo. En definitiva, en lugar de hablar del trabajo que venía a juzgar, se puso a conversar del suyo propio, como si fuera él el sujeto principal del acto. Ni que decir tiene que no le hemos vuelto a invitar a un tribunal de tesis, deseándole, eso sí, que siga realizando una investigación muy fructífera en ése u otros países.

domingo, 11 de octubre de 2015

Los perros y el compromiso

Estuve el pasado miércoles comprando unos peces para mi acuario doméstico. Mientras me atendían, vi un cartel grande que indicaba algo así como: "No se admite la devolución de las mascotas bajo ningún concepto. No son juguetes, sino seres vivos. Si no estás dispuesto a comprometerte a cuidarla, no la compres". Pensé en la gran cantidad de mascotas que circulan por nuestras calles, al menos por las de mi barrio, y el grado de compromiso que llevan consigo. Imagino que en muchas ocasiones los niños que han promovido la compra le pasan el encargo al sufrido padre o madre, que pasea al perro a las 7 de la mañana, pues no parece que los que me encuentro a esas horas estén especialmente entusiasmados con la idea del paseo, al menos a esa hora. Tener un animal a nuestro cargo es ciertamente un compromiso, implica cuidarlo, proveerle de lo necesario para que viva, al menos, con una elemental comodidad: darle de comer, pasearlo, vacunarlo, asearlo, curarlo si es preciso y un largo etcétera.
Es curioso que una sociedad que huye cada vez más del compromiso con otras personas (!desde el matrimonio hasta las relaciones laborales!), esté dispuesta a asumir el compromiso con otros seres vivos. Parece que la ética del cuidado, tan necesaria en los tiempos que vivimos, la aplicamos más a otros animales que a nuestras relaciones humanas. Ciertamente el cuidado implica compromiso, sacrificio, hacer cosas que no nos apetecen. Sacar al perro a las 7 de la mañana no es tarea de gusto, no al menos todos los días, también los del crudo invierno, pero quien lo hace se apoya en su cariño por un animal que acoge en su casa. ¿Dedicamos el mismo tiempo a, por ejemplo, las relaciones familiares? ¿Cuantas veces llamamos, visitamos, atendemos, escuchamos, mostramos interés por quienes comparten nuestra misma sangre: hermanos, padres, tíos, primos...? ¿Cuánto a quienes trabajan con nosotros?
Cada vez nos quejamos más de las distancias y la dificultad de encontrar tiempo para estar con los demás; pero todo es cuestión de prioridades. El cariño requiere dedicación, vencer nuestro egoísmo, quizá la pereza. La ética del cuidado es hoy más necesaria que nunca, implica ponerse en el lugar del otro, serle útil, compartir, mostrar afecto. En inglés cuidado se traduce por care, y la expresión I don't care viene a significar "no me importa": no poner cuidado, no tener cuidado, de quienes nos rodean, indica que mi aprecio por ellos es muy bajo, que me resultan irrelevantes. La "ética del cuidado", con los animales que acogemos, pero sobre todo con las personas que nos rodean, que conviven profesional o familiarmente con nosotros hará que nos importen más, y a la postre que nuestra vida tenga mucho más significado.

domingo, 4 de octubre de 2015

Cristianismo líquido

Hace algunos años hablaba con un amigo sobre las consecuencias de la fe en la vida ordinaria. Me contestó algo así como: "Oye, que yo también soy católico, aunque no soy tan fanático como para ir a misa todos los domingos". El comentario me dejó perplejo, pues mi interlocutor consideraba como un exceso lo que para un católico, simple y llanamente, es el umbral mínimo de la práctica religiosa. Ir a misa los domingos no es práctica para unos pocos católicos superdevotos, sino para todos; de tal manera que se atenta contra el tercer mandamiento si no se asiste ese día. Claro está que para un católico que realmente se da cuenta de la presencia real de Jesús en la Eucaristía, ir a misa no se considera un precepto (algo obligatorio), sino una manifestación elemental de amor a Dios.
Me venía esto a la cabeza cuando en estos días se está discutiendo sobre lo que deberían acordar los asistentes al sinodo sobre la familia que comienza hoy. Desde unos medios y otros se alecciona a la Iglesia para que cambie su posición moral, como si aceptar el divorcio o el matrimonio homosexual fuera a llenar los templos de fieles. En el muy improbable caso de que así fuera, no es ése desde luego el criterio para decidir sobre cuestiones tan delicadas, ya que el cristianismo no es un movimiento sociológico (que vira según las tendencias sociales), sino el seguimiento de una Persona, Jesucristo, que propuso un modo de vida que hace más féliz al ser humano.  Ciertamente hay una gran cantidad de divorciados casados de nuevo, que les gustaría comulgar y estar en un contacto más vivo con la Iglesia. Nada les prohibe esto último. Como bien a dicho el Papa, una cosa es no poder comulgar y otra estar excomulgado, por lo que son bienvenidos a participar en los sacramentos, aunque no puedan recibirlos mientras sigan en esas circunstancias.
El tema de fondo es si la Iglesia puede cambiar lo que millones de cristianos han creído y vivido en los últimos dos mil años de historia. "La democracia de los muertos", como le gustaba expresar a Chesterton. No es cuestión solo de ser fiel al mensaje de Jesucristo, sino también al legado de quienes nos han precedido en la fe. No es necesario recordar que ha habido cristianos que han perdido la vida por defender el matrimonio indisoluble (Sto. Tomás Moro y una gran cantidad de mártires ingleses, por ejemplo), como para que ahora frivolicemos sobre este asunto.
Me parece importante convencerse que la difusión del Evangelio no implica distorsionarlo para que nuestros contemporáneos lo acepten, sino más bien presentarlo de un modo que lo entiendan y, con la gracia de Dios, lo vivan libremente. No se trata de que cambiemos el Evangelio para adaptarlo a los tiempos, sino de que cambiemos los tiempos para que sean más acordes con el Evangelio. Sabemos que el mundo es cada vez más individualista, pero no podríamos renunciar al mandato del amor cristiano para que los egoístas entiendan mejor la fe: se trata más bien de convencerles que el egoísmo les hace más infelices que la generosidad.
En suma, no podemos presentar el cristianismo como algo flácido, adaptable a cualquier molde como una masa de repostería. El cristianismo es exigente (a Jesús le costó morir en la Cruz), pero llena de felicidad y sentido en la vida. Predicar otra cosa puede hacer el mensaje más asequible a muchos, pero hará que pierda toda su eficacia.