domingo, 27 de marzo de 2016

Las iglesias y el comercio

He estado estos días de Semana Santa disfrutando de los bellos parajes del pre-pirineo catalán, siguiendo con unos amigos una ruta que aprovecha un antiguo trazado ferroviario. Asistí a los oficios del Jueves Santo a una parroquia de la costa, cercana al lugar donde termina esta ruta. La iglesia era bastante digna, con una nave muy espaciosa y un par de añadidos laterales que mostraban un buen ejemplo de la arquitectura modernista catalana.
La primera cosa que me sorprendió a la entrada en el templo era que no había reclinatorios. Como consecuencia, la inmensa mayoría de los asistentes no se puso de rodillas en toda la ceremonia, ni siquiera en el momento de la Consagración. Hace bastantes años leí un libro que me llamó bastante la atención, pues describía muy bien la degradación del ambiente católico en Holanda, un país oficialmente protestante, donde el catolicismo había tenido una pujanza enorme en los últimos siglos. El libro, titulado "A los católicos de Holanda, a todos", y escrito por una profesora de historia,  Cornelia J. de Vogel, incluía un brillante análisis de las causas de ese deterioro. Una de ellas, precisamente, era la eliminación de los reclinatorios en las iglesias. Para la autora, era un signo de la pérdida de espacio sagrado en una iglesia, pues sólo en una iglesia, sólo ante Dios presente en el Santo Sacramento, uno se arrodilla. No hacerlo -lógicamente, salvo problemas de salud- implica en la práctica no reconocer el carácter sagrado de lo que allí ocurre, rebajarlo a un espacio público sin más, como si fuera un simple auditorio donde uno escucha consejos más o menos piadosos.
No voy a describir otros disgustos que me llevé durante la ceremonia, donde se suprimió el lavatorio de los pies, se distribuyó la comunión con muy poca solemnidad, o se realizó la reserva de Jesús sacramentado sin ninguna procesión. Tampoco había un especial decoro.en el Monumento para acompañar a Jesús en la noche del Jueves Santo. La iglesia cerró sus puertas a las 10 de la noche, apenas 30 minutos después de la ceremonia.
Mientras, las calles de la ciudad mantenían un bullicio propio del periodo festivo y muchos comercios seguían abiertos. En esa ciudad, los católicos no pudieron acompañar a Jesús durante la vigilia que recuerda su prisión previa a la condena. Mientras los comercios vendían bagatelas, el templo que alojaba el auténtico Tesoro estaba cerrado. Quizá pocos lo hubieran valorado estando abierto, pero cerrado, sin duda, nadie tenía posibilidad de hacerlo. Me pregunté: ¿cuándo serán conscientes algunos que regentan las iglesias que atienden un servicio público? ¿cuándo que los templos católicos no son sólo lugares de encuentro sino también de oración? ¿cuándo que es preciso facilitar a los fieles la cercanía a Jesús, que ha querido quedarse sacramentado en la Tierra precisamente para que estemos cerca de El?

domingo, 20 de marzo de 2016

Un brindis por la coherencia

Todos los días saltan en los medios personajes públicos que son vilipendiados por la incoherencia entre lo que predican y lo que viven. No hablo solo de los políticos, que parecen hoy como los muñecos de feria que todo el mundo se considera con derecho a apalear, sino de líderes sociales o religiosos, a los que parece obvio exigir un alto estándar de vida, precisamente por lo que significan.
Bien mirado este planteamiento debería servir para todo el mundo. Aquello de "estos son mis principios, si no le gustan puedo cambiarlos", que decía Groucho Marx, nos suele resultar desdeñable en los demás, pero -como en tantos otros temas- también conviene que hagamos examen de conciencia sobre lo que significan para nosotros mismos. ¿Podemos afirmar, con rotundidad, que somos coherentes con nuestros valores? ¿al menos, que intentamos serlo, que luchamos por serlo? Como muchos de mis contemporáneos, leí siendo joven el diario de Ana Frank, esa muchacha judía que es símbolo, ayer y hoy, de la tragedia de todo un pueblo. Era una adolescente que nos dejó el legado de sus inquietudes y aspiraciones, los mismos de tantos millones de personas en esa edad de su vida, pero teñidos con una fuerza interior enraizada en el sufrimiento de la persecución. En uno de sus apuntes indica: "Honestamente, yo no puedo imaginar como alguien puede decir: "soy débil" y permanecer así. Después de todo, si lo sabes, ¿por qué no luchar contra ello, por qué no intentar entrenar a tu carácter? La respuesta será: "Porque es mucho más fácil no hacerlo" Esta respuesta me descorazona. ¿Fácil? ¿Eso significa que una vida perezosa y mediocre es una vida fácil? No, eso no puede ser verdad, no debe ser verdad, que la gente puede ser tan fácilmente tentada por la flojera o por el dinero" (Diario de Ana Frank, 1944).
Ser coherente con nuestros planteamientos éticos es complicado, sin duda, pero es imprescindible para construir una integridad moral que soporte nuestra vida. "O vives como piensas o acabarás pensando como vives", conocido adagio que refleja una realidad cotidiana: es mucho más fácil justificarnos a nosotros mismos, indultarnos con una falsa comprensión, que no es otra cosa que una excusa de nuestra mediocridad. Es más fácil seguir el camino de todos, y no estoy hablando de grandes "delitos", sino de pequeñas concesiones de lo que en otro momento de nuestra vida -más idealista- habíamos estimado como incuestionable: desde ser deshonesto en las compras o los arreglos domésticos ("con factura o sin factura"), hasta mentiras para quedar bien, llegar tarde a clase o no preparársela adecuadamente, bajar libros o películas que no hemos comprado, o usar para fines personales materiales de la empresa. Mantener la convicción cuesta por sí mismo, y supone tantas veces enfrentarse al ambiente establecido, al despertar la conciencia de quienes prefieren mirar a otro lado. Solo las propias raíces, o la mirada amable de Dios si uno tiene la suerte de ser creyente, garantizan que esa integridad moral no acabe naufragando, tanto cuando uno es joven e idealista, como cuando uno es adulto y pragmático.

domingo, 13 de marzo de 2016

En defensa de la vida

Hace unos días tuvimos un seminario en mi departamento sobre la consideración moral de los animales, un tema que está ganando interés en los últimos años. No voy ahora a comentar esta cuestión, a la que me referiré en próximas entradas, sino la base ética que el conferenciante aducía para respaldar su postura favorable a esa consideración. Los animales superiores tienen un sistema nervioso suficientemente desarrollado como para sentir placer y dolor, por lo que infringirles dolor supone un atentado a su dignidad intrínseca.
Independientemente de la solidez ética del argumento, no cabe duda que lo mismo cabe afirmar también de los embriones humanos, que a partir de pocas semanas de vida tienen un desarrollo fisiológico incuestionable. Así las cosas, cualquier animalista debería ser contrario al aborto, simplemente por pura coherencia con su argumento de base, aunque me temo que no es el caso de muchos de ellos.
Como decía, no quiero ahora extenderme en ese argumento, sino reflexionar sobre los distintos planteamientos que justifican una defensa integral de la vida humana. Por un lado, estarían los que piensan que se basa en ser creado a imagen y semejanza de Dios, por tanto dotado de un valor espiritual único. Por otro, los que consideran que los derechos humanos son aplicables universalmente, siendo el más básico el derecho a la vida. Por otro, los que aman la vida en todas sus manifestaciones, por tanto también la humana. Por otro, los que consideran que causar la muerte directamente nunca es legítimo jurídicamente, ya sea por ser fruto de un posible fallo judicial -que sería no enmendable en la pena capital-, ya por ser una forma de venganza inaceptable en un estado de derecho.
Ese enfoque jurídico es el meollo del libro que ha publicado recientemente Manuel Iglesias en la editorial Digital Reasons. El libro se denomina:"En defensa de la vida. Alegato contra la pena de muerte", y supone una reflexión lúcida sobre la historia de la pena capital, sus partidarios y detractores, para culminar mostrando las bases jurídicas y éticas que aconsejan abolir esta pena extrema, que todavía se aplica en varios países del mundo. Un libro de indudable interés, que fundamenta un consenso bastante generalizado en las sociedades occidentales (excepción hecha de EE.UU, donde algunos estados la mantienen), y augura una pronta eliminación universal de una práctica que debería haber ya desaparecido. Ojalá que también lo haga el aborto, que también supone -desde el punto de vista biológico y ético- la eliminación de un ser humano amparada por la ley.

domingo, 6 de marzo de 2016

Políticos y Filósofos

Hace unos meses fue noticia los lapsus culturales de dos de nuestros políticos emergentes, que un debate universitario parecían no haber leído a Kant. No sé si ciertamente no lo habían leído, o fue un olvido propio de quien tiene la cabeza en muchos sitios. Lo cierto es que lo hayan leído o no, ambos políticos, y me atrevo a afirmar que el resto de los que sientan hoy en el congreso de los diputados, están muy influidos por el pensamiento del filósofo aleman, al menos en lo que atañe al idealismo
que tiñe sus comportamientos. Filosóficamente hablando, ser idealista no es tener grandes valores, sino asumir que nuestra mente intepreta la realidad, ya que nuestro conocimiento requiere que esa realidad sea iluminada por las ideas que pre-existen a la misma realidad. Diciendolo de manera sencilla, en contraste con el realismo filosófico, que postula que el conocimiento es fruto de cómo el exterior impacta en nuestra mente, el idealismo interpreta el exterior a partir de nuestra mente. Lo real viene de fuera o de dentro, respectivamente. Por eso digo que nuestros políticos son principalmente idealistas, porque no juzgan el exterior sino con sus ideas pre-concebidas. Por eso no dialogan, discuten; no se escuchan, se contestan; no piensan en las posturas de los demás, porque los demás conocen otra realidad que no es la nuestra.
Si hubieran leído algo más a Kant también habrían descubierto su razón práctica, que establece como principio universal la responsabilidad ética. Desde luego, a buena parte de los políticos les vendría muy bien recordar que su conducta debería servir como ejemplo para el resto de la sociedad, y quizá así sea, aunque desde luego el ejemplo que dan -insultos, descalificaciones gratuitas, falta de interés por el bién común, deshonestidad, etc.-  dista mucho de los ideales éticos.
Remontándonos algo más en la historia de la Filosofía, tampoco les vendría mal a los políticos del momento leer a Platón o a Aristóteles, para quienes el gobernante ideal es aquel que busca únicamente la sabiduría, el bien de la República y de sus ciudadanos, por encima de cualquier otra consideración personal. Pueden empezar con un breve diálogo de Platón, Critón o del Deber, donde el genial discípulo de Sócrates cuenta la defensa que hace su maestro de la Ley (del ordenamiento del bien común), que considera por encima incluso de su propia vida: "es preciso morir aquí o sufrir cuantos males vengan, antes que obrar injustamente", dice Sócrates antes de ser condenado injustamente, rechazando huir o burlar la condena para no violar el respeto a la Ley.
Aquí y ahora estamos muy lejos de la excelencia ética de Sócrates o de Kant, estamos muy lejos del  bien común cuando importa más ocupar cargos que resolver problemas, figurar que dar soluciones, criticar que construir, hundir que colaborar.