domingo, 11 de septiembre de 2016

Dios o nada

Comparto en este blog una de mis lecturas veraniegas, el libro publicado hace unos meses por Nicolas Diat con una amplia entrevista al cardenal Robert Sarah. El título, Dios o nada, ya indica que va a tratar temas de hondura. Muchos autores han hablado de la banalidad de la cultura de occidente, del miedo a tratar cualquier asunto que implique un cierta radicalidad, como si ir a las raíces, a la verdad última de las cosas, tuviera algo que ver con ser fanático, irracional. Todo es light, desde la Coca-cola hasta las matemáticas, y por supuesto la religión. Recuerdo hace unos años un comentario de un amigo cuando hablábamos sobre asuntos de la fe. Me dijo: "Yo soy católico practicamente, pero no soy tan fanático como para ir a misa todos los domingos". En fin, para esta persona ser católico era una especie de inspiración nebulosa, con muy pocas consecuencias en la vida práctica. Identificar fanatismo con la mínima práctica religiosa que recomienda la Iglesia es desde luego haber "bajado el listón" hasta límites absurdos.
En este marco, leer en un título "Dios o nada" resulta de entrada bastante chocante. Da la impresión de que quien elige una frase tan rotunda va a verter sobre el lector todo tipo de diatribas de singular dureza. Nos hemos acostumbrado tanto a la liviandad que nos cuesta digerir alimento consistente. Por eso recomiendo vivamente la lectura de este libro, particularmente de la primera mitad, cuando narra la infancia y los primeros años de vocación sacerdotal del cardenal Sarah, su atracción por la fe y la vida de oración que observa de niño en unos misioneros franceses instalados en su aldea, un pueblo remoto de un país muy remoto (Guinea) de un continente remoto (Africa). Creo que en ninguna otra institución internacional podría una persona que nace en un lugar tan apartado de los centros de influencia llegar a ser una de sus personas más influyentes. La trayectoria que conduce a que el hijo único de una familia pobre de un país poco relevante llegue a ser cardenal de la Iglesia católica y prefecto de uno de las congregaciones más importantes supone, en sí mismo, toda una aventura. Naturalmente eso obedece a que la persona es extraordinaria; también a que la institución (la Iglesia católica) tiene la sabiduría para identificar esas personas que necesita, en cada momento, para liderarla, independientemente de su lugar de origen o extracción social.
El carácter extraordinario del cardenal Sarah se atisva en sus palabras, en su percepción del mundo, en su sólida piedad, en el aprecio por los valores hondos que dan sentido a la vida humana. Todo ser humano, lo admita o no, necesita la trascendencia. El drama de la sociedad occidental es que ahora no la encuentra en donde ha estado siempre, y en donde sigue estando, porque su mente se ha nublado, ha cambiado espejuelos por los tesoros de los que ha vivido siempre. Quizá también porque quienes deberían mostrar la trascendencia se han hecho irrelevantes, banales, porque han perdido su unión con Dios, han pasado de ser motores espirituales a funcionarios religiosos. No todos, no en todos los lugares.
Las palabras del cardenal Sarah son alentadoras, pero también exigentes. Necesitamos volver a lo básico, enraizar nuestra vida en lo que realmente anhelamos, en Dios, pero no de modo superfluo, sino con un compromiso vital que necesariamente es prefacio de la alegría . Necesitamos recuperar el sentido de la oración porque: "...la oración es la necesidad más importante del mundo actual, el instrumento para reformar el mundo. En un siglo que ya no reza, el tiempo queda como suprimido y la vida se transforma en una carrera desenfrenada". Necesitamos sabernos criaturas, hijos de un Dios que está siempre esperandonos, en lugar de seguir empeñándonos en ser dioses de nosotros mismos y de los demás, porque como bien dice Robert Sarah, "el hombre solo es grande cuando se arrodilla ante Dios".

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